-Y entonces –siguió diciéndome la mujer- vi al Señor rodeado de una multitud de ángeles que lo ovacionaban y le aplaudían. ¡Un espectáculo en verdad maravilloso! ¡Si hubiera usted podido ver con qué gloria y majestad surcaba él los cielos, y con qué parsimonia!
Yo, por supuesto, no sabía qué pensar. ¿Estaba la mujer en su sano juicio o simplemente se divertía burlándose de mí? Tampoco sabía qué decir, de modo que, para seguirle la corriente, me atreví a preguntarle:
-¿Lo ovacionaban y lo aplaudían? ¿Cómo es eso?
-¿Duda acaso de mis palabras, padre? –me preguntó la mujer, profundamente disgustada.
-¡Oh! –exclamé-, no es que dude; es que yo sabía que los ángeles cantaban, pero no que aplaudieran. Eso cambia por completo mi concepto de los ángeles.
-Y luego –siguió diciendo la mujer- apareció en el cielo Nuestra Señora ataviada como una reina. Claro, es la reina del cielo, como sabe usted muy bien. Miles de criaturas aladas revoloteaban alrededor de ella y la obsequiaban con sus más hermosos cantos, cantos como ningún oído ha podido escuchar en este bajo mundo.
-Sí –dije.
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-Entonces la reina del cielo se acercó a mí, su humilde sierva, y me confió un mensaje que deberé poner por escrito. Pero como a mí no se me da eso de escribir, he venido con usted para que me ayude a realizar esta importante tarea.
-De modo –susurré, pensativo- que la Virgen le habla.
-Dos días por semana –aseguró la mujer con cierta energía-. Los lunes y los jueves. ¿Por qué estos días, precisamente? No lo sé. Pero no haga que me desvíe: le estaba diciendo que necesito su ayuda. En realidad, es muy sencillo: se trata de que, mientras yo le dicto, usted escriba. ¡Tan fácil como eso! Podríamos dedicarle a este trabajo las mañanas de los miércoles y los viernes, por ejemplo, si le parece bien.
-No me parece bien –dije-. Porque los miércoles, verá usted…
-¿Pero es que hay algo más importante que poner por escrito lo que la Virgen quiere comunicar a la humanidad? Dígame, ¿hay algo más importante que eso?
-Es que los miércoles yo tengo las ruedas de prensa en el obispado, y no sé si…
-¡Pues deje usted esas ruedas! Esto es mucho más urgente. ¿Y qué me dice usted de los viernes?
-Los viernes me ocupo toda la mañana dando clases. Creerá que le miento, pero la verdad es que también los viernes estoy ocupado.
-Déjelo, déjelo para consagrarse de lleno a esta causa. Se trata de una misión, padre, y de una misión que, si me permite decírselo con toda claridad, no puede postergarse.
Yo no sabía dónde meterme. ¿Cómo decirle a esa señora que, al menos por ahora, yo no podía dejar de ir a clases? ¡Por supuesto que no iba a dejar el curso a la mitad! Para defenderme de su terca insistencia, volví a decir:
-Ya que usted se entrevista personalmente con Nuestra Señora, ¿por qué no le dice que me pida el favor personalmente? Podría aparecérseme en sueños, por ejemplo, o algo así, y así yo sabré que…
-¿Brome usted, padre? ¿Cómo voy a pedirle eso a la Virgen? ¡Ella le habla a quien quiere!
-Por supuesto –dije-, pero sucede que yo, cuando necesito que alguien me haga un favor, sencillamente se lo pido.
–¡Qué poco conoce usted a la Virgen, reverendo padre! Recuerde usted que, en las apariciones del Tepeyac, se le apareció a Juan Diego; en cambio, al arzobispo Zumárraga sólo le mandó decir lo que quería de él.
En efecto, así había sido, de manera que me puse a pensar muy seriamente en el contraataque. Durante unos instantes le estuve dando vueltas a la cosa, hasta que se me prendió el foco y dije:
-Sí, pero al menos tuvo la delicadeza de mandarle unas flores…
Aquí la mujer se quedó callada. Su mirada no era ya dulce, sino dura como una piedra.
-A Nuestra Señora –dijo la mujer por fin- no le gusta que le ande usted sonriendo a todo el mundo, y menos a las mujeres. ¿Me oye? A ella le horrorizan esas sonrisas porque no le van a un sacerdote. ¿Por qué lo hace usted? ¿Acaso quiere dárselas de seductor? ¿No se da cuenta que obrando así no hace más que perderse? Va usted directo al infierno, padre.
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-No pensé que mi sonrisa desagradara a la Virgen –dije.
-Y también le desagrada que no use la camisa clerical. Cuando lo ve con esos trapos y sin alzacuello, ella se tapa los ojos…
No dije más. Me levanté de mi escritorio, tomé del estante un libro y me puse a leer en voz alta lo que un día escribió San Juan de Ávila (1500-1569) a una mujer que presumía de hablar con Dios cara a cara y se vanagloriaba de sus visiones y revelaciones: “Lo que en su corazón pasa con Dios, cállelo con grande aviso, como debe callar la mujer casada lo que con su marido pasa”.
-¿Lo dice usted por mí? –bufó la mujer.
-De ninguna manera. Pero el consejo no es malo. ¿Le habla a usted Dios? Entonces, guarde silencio. Haga como la esposa que no anda platicando a nadie lo que pasó entre ella y su marido la noche anterior…
Como era de esperarse, la mujer dio un portazo y desapareció. Durante un buen rato oí a lo lejos el traqueteo de unos tacones que se alejaban. Volví a mi asiento, me sequé el sudor y di gracias a Dios por la sensatez y el buen sentido de los santos…
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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