Compartir testimonios es para mí, retroceder en el tiempo, volver a estar junto a mis pequeños grandes maestros, los niños en tratamiento oncológico, los cuales me dejaron un gran legado de amor, mismo que me dispongo a compartir con ustedes eventualmente.
Las narraciones que leerás fueron escritas en mis agendas. Ahora entiendo por qué las guardé tantos años; en ellas apuntaba la mayoría de las vivencias con los niños, y de ellas tomé las historias que aquí te iré compartiendo y que llegarán a quien tengan que llegar.
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“Dios te enviará a sus ángeles para que te guarden en todos tus caminos”, “Dios, en su Providencia amorosa, se ha dignado enviar para nuestra custodia a sus santos ángeles.” Salmo 91
Una mañana como muchas, llegué al hospital; estaba iniciando un programa de apoyo educativo a los niños que, por motivo de su tratamiento, perdían el curso escolar. No me imaginaba que se convertiría en un día inolvidable. Esa mañana, al llegar, creí que sería un día tranquilo ya que no había muchos niños hospitalizados, así que con el ánimo y alegría que me causa verlos, comencé por hacer las visitas a sus camitas.
La Dra. Gaby había bajado a impartir una conferencia, era martes, día que no van a consultar a los niños, por lo que sólo estaban los ingresados; todo reinaba en calma, cosa extraña; bueno, ahí nunca se sabe. Estaba preparando mi material didáctico cuando el enfermero me dijo: “María de los Ángeles tiene mucha fiebre, será mejor que le avise a la doctora Gaby, habrá que bañarla para bajarle la temperatura”.
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Ella era una chiquitina de cinco años, pero que parecía de tres, venía de una comisaría de Valladolid. La joven mamá era soltera, nunca la vi acompañada de ningún familiar. No se necesitaba mucho para darse cuenta de lo extremadamente pobres que eran; Carmen, como se llamaba, sólo tenía dos mudas de ropa, dos bellos y coloridos huipiles yucatecos. Ambas eran calladas e introvertidas. Ese día noté la ausencia de la madre, por lo que pregunté:
—¿Y la mamá? —Está en maternidad. Acaba de tener a un bebé. —¡Un bebé! —exclamé.
Nunca me había dado cuenta de su estado, tan flaquita y menudita; estaba tratando de poner orden en mi mente y mis acciones cuando escuché la dulcísima voz de María de los Ángeles que me dijo:
—Báñame tú…
Y le contesté:
—Encantada. Qué honor tan grande.
Al terminar y querer ponerla en la cama, cuidando que su frágil cuerpecito no se lastimara, me pidió que no la acostara sino que la abrazara. La senté en mis piernas y la acurruqué, comencé a cantarle, cuando con su manita comenzó a señalar el techo y a sonreír, con una voz clara y dulce me dijo:
—Mira, mira…
—¿Qué? —le pregunté.
Y volviendo a sonreír me dijo: —¡Mira! ¡Es un angelito!
Era la primera vez que vivía una experiencia así. Mientras yo experimentaba este momento de quizás diez minutos, no sé, quizá menos o más, qué importa, recuerdo estar negociando y pidiéndole al ángel -al cual por supuesto yo no veía–, pero le suplicaba que le permitiera a la mamá, que con tanto amor la había cuidado, despedirse.
Una amiga estaba consiguiendo ropita para la recién nacida. A los pocos minutos llegó la Dra. Gaby, como siempre, con esa presencia que tranquiliza y da paz, también llegó una de las hermanas Vicentinas, yo seguía en éxtasis total por lo vivido.
Cabe decir que María de los Ángeles no era fácil de seducir, pues me costaba trabajo sacarle alguna sonrisa, y hacerla sonreír era mi reto. Pero ese día me quiso regalar muchas sonrisas y una mirada que transmitía un amor del que no hay palabras para expresarlo.
En algún momento la Dra. Gaby, la mamá y Sor Irma se encontraban a lado de María de los Ángeles, a quien yo había depositado con todo cuidado en la camita. Yo estaba afuera en el pasillo cuando escuché que con toda elegancia y poco aliento María de los Ángeles le pidió a su madre que se acercara a ella.
—Ven… ven.
Cuando la mamá se acercó, la niña le dio un beso en la mejilla y le dijo:
—Ya estuvo, mami. Me voy con Él —. Y señalando con su dedito nos mostraba a alguien, a quien nosotros no pudimos ver.
Nos describió con todo detalle a su ángel, y regalándonos su mejor sonrisa, cerró sus ojitos y partió al mundo de la luz y del amor. Aún tenía esa expresión que iluminaba su rostro.
Más tarde llevamos a la mamá al albergue para amamantar a la nueva bebé, al platicar con ella, ya más serena y en paz, me dijo:
—Ahora sé por qué le puse ese nombre. Ella misma era un ángel.
Esta maravillosa mujer sintió en un mismo día la emoción de la llegada de una nueva hija a su vida, y a la vez, la pena de ver morir a su primogénita. Esta joven madre recibió el consuelo de escuchar a su hijita partir con la alegría de irse acompañada de un ser celestial con una luz radiante al que ella llamó un ángel.
Al llegar a mi casa, donde al fin pude llorar, tenía sentimientos encontrados, tristeza, porque se le extrañaría. No dudé del regalo que Dios le dio de mandar a su ángel por ella, sentía más bien vergüenza ya que no me creía merecedora de haber vivido ese momento.
Sabiendo lo que me ayuda escribir mis vivencias, tome la agenda. Sorprendida noté que al buscar la fecha vi que María de los Ángeles fue llamada al Paraíso el 2 de octubre, día de los Ángeles Custodios.
¿Como le llamarías tú? Coincidencia, casualidad o Diosidencia. En ese momento supe que aunque muy corta, su existencia nos dejó, a los que la conocimos, un gran mensaje de amor.
San Basilio decía que todos tenemos un ángel de la guarda, como tutor y pastor, para acompañarnos en la vida desde la concepción hasta la muerte. Regresando a mi infancia recordé la oración que una de mis tías religiosas, con tanto cariño, me enseñó. “Ángel de la guarda dulce compañía no me desampares ni de noche ni de día…”
*La autora es fundadora de la asociación Sueños de Ángel. Los artículos que aparecen en Desde la fe fueron publicados en su libro “El camino de los ángeles” y son reproducidos en este sitio con su autorización.
Los artículos de opinión son responsabilidad de la autora y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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