Salí de casa para despejarme un rato, tras una semana de fuertes tensiones y problemas. Entre lágrimas y tinieblas caminé sin rumbo por las calles, hasta llegar a un desolado parque.
Caía la tarde, y bajo un árbol frondoso me recargué a meditar, me agaché un instante y con una piedra, dibujé en la tierra un ángel de la guarda pidiéndole su ayuda, me levanté enseguida al sentir el viento golpear sobre mi cara, y me di cuenta que no estaba solo, que Dios, a pesar de todo, me seguía y me acompañaba, en cada paso que yo daba.
No faltó ese día, la compañía de un amigo, la llamada familiar, la oración en el Santísimo que iluminó mi obscuridad.
… Pero, ¿qué pasó con aquel ángel dibujado en el parque? Atrás se quedó, solo, junto al frondoso roble, que resguardó mis penas, yo me alejé por el sendero estrecho y seco que tuve de regreso. Quizá lo recogió el mismo viento que acarició mi rostro, lo borró la lluvia veraniega o lo pisotearon algunos de los que atajan por ahí su camino de vuelta a casa… o tal vez un niño, cuyos ojos limpios siempre ven algo más, se paró a su lado, para delinearle a su nuevo amigo, lo que en aquél momento no supe ni pude yo dibujar: una sonrisa.
Historia retocada, de vivencia real y compartida por Monika Klimczak, polaca.
*Mons. Alfonso Miranda Guardiola es Obispo Auxiliar de la Arquidiócesis de Monterrey.
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