Todos nos quejamos de los demás, los culpamos de los males que pasan y no revisamos nuestra propia actitud. Como un sobrinito de seis años, quien, cuando yo estaba celebrando la bendición de la casa familiar, me dijo: “Tío, échale agua bendita a mi abuelo, porque es muy enojón”. Lo hice, pero pregunté al abuelo y me respondió: “Lo regaño porque es muy irresponsable y peleonero, pues juega y rompe vidrios; les pega a sus compañeritos y los hace llorar”. Cuando hay papás o abuelos que educan a los hijos y a los nietos para que no hagan daño a los demás, esos niños irán aprendiendo a vivir en sociedad y a no perjudicar a los otros. Esa es la educación que muchos no han tenido en sus familias, y por ello crecen violentos, agresivos, destructores de vidas y de bienes ajenos. Y si no hay padres que enderecen lo que se va inclinando mal, y si no hay gobierno que ponga en su lugar a los violentos, la sociedad es un caos. En mi familia, nuestros padres nos educaron para convivir en paz entre hermanos y preocuparnos por el bien de la comunidad.
Nos asombra la violencia en las escuelas, en las calles y en tantas partes de Estados Unidos, pero nosotros no estamos exentos no sólo del bullying que nos acompaña en todas partes, sino de actos verdaderamente criminales. Como una niña de Kinder que a una compañerita a quien siempre molestaba, un día le llevó un dulce, pero el dulce llevaba un veneno que en su casa usan como pesticida para combatir las plagas. Maestras y maestros tienen una gran tarea, la de educar en valores que nos lleven a saber vivir en paz y armonía con la comunidad, respetando nuestras diferencias y aprendiendo a convivir con quienes son diferentes.
En los medios informativos, sobresalen las notas rojas, porque son las que más se consumen y se venden. En las cámaras legislativas, resaltan ofensas y descalificaciones entre partidos políticos, como si ganara quien más insulta. Algunas autoridades civiles, como tienen periódicos, radio y televisión a su disposición, ofenden a todo aquel que piensa en forma diferente. Si tratamos de hacerles ver que es necesario revisar sus estrategias contra el crimen organizado, en vez de asumir con humildad que algo puede estar no dando los resultados que se esperarían, insultan a medio mundo, se defienden culpando a otros, e incluso a los religiosos nos achacan no habernos pronunciado antes sobre estos fenómenos. Es ignorancia histórica y soberbia prepotente. Y si además dicen que hay mano negra atrás de nuestros pronunciamientos, como si nos manipularan, ya no saben cómo defenderse, ofendiéndonos y declarándose fieles seguidores de Jesucristo. Porque nosotros no apoyamos la violencia, estamos pidiendo que se detenga la que sufre el pueblo por culpa de grupos criminales que actúan con casi total libertad e impunidad.
El episcopado mexicano está promoviendo una jornada de oración y otras acciones por la paz en el país. En su Proyecto Global Pastoral 2031+2033, expresa:
“Hoy vivimos situaciones que nos han rebasado en mucho y que son un verdadero calvario para personas, familias y comunidades enteras, en una espiral de dolor a la que por el momento no se le ve fin. Muchos pueblos en nuestro país experimentan constantemente la inseguridad, el miedo, el abandono de sus hogares y una completa orfandad por parte de quienes tienen la obligación de proteger sus vidas y cuidar sus bienes. Tal parece que esta situación de violencia ha rebasado a las autoridades en muchas partes del país, los grupos delincuenciales se han establecido como verdaderos dueños y señores de espacios y cotos de poder y, debido a la furia y a la capacidad de terror de muchos de ellos, han puesto a prueba la fuerza de la ley y del orden. Son muchos los sufrimientos que a causa de la violencia a lo largo de estos últimos años se han ido acumulando en las familias del pueblo mexicano” (56).
Lo que propone el episcopado mexicano nos compromete a todos: “La necesidad inaplazable por construir una paz firme y duradera en nuestro país, reclama que la Iglesia pueda sentarse a la mesa con muchos otros invitados: organizaciones ciudadanas, confesiones religiosas, autoridades civiles, entidades educativas, sectores políticos y medios de comunicación, entre otros, para que juntos, y aportando lo que le es propio a cada uno, podamos reconstruir el tejido social de nuestro país. Creemos que es urgente trabajar por la paz de nuestros pueblos y llegar a compromisos concretos. Como sociedad mexicana es necesario combatir todas aquellas situaciones de corrupción, impunidad e ilegalidad que generan violencia y restablecer las condiciones de justicia, igualdad y solidaridad que construyen la paz” (175).
“Todo el Pueblo de Dios en su conjunto, estamos llamados, por el bautismo, a trabajar por la reconstrucción de la paz, a ejercer nuestro sentido profético ante esta situación, no sólo al anunciar con el testimonio el proyecto de Dios, sino denunciando con valor las injusticias y atropellos que se cometen, dejando de lado temores y egoísmos, muchas veces aún a costa de la propia vida, como ha sucedido con periodistas, defensores de los derechos humanos, líderes sociales, laicos y sacerdotes” (176).
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