“Uno de la multitud le dijo: ‘Maestro, dile a mi hermano que comparta conmigo la herencia’. 
Jesús le respondió: ‘Amigo, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre ustedes?’.
Después les dijo: ‘Cuídense de toda avaricia, porque aún en medio de la abundancia, la vida de un hombre no está asegurada por sus riquezas’.

Les dijo entonces esta parábola: Había un hombre rico, cuyas tierras habían producido mucho, 
y se preguntaba a sí mismo: ‘¿Qué voy a hacer? No tengo dónde guardar mi cosecha’. Después pensó: ‘Voy a hacer esto: demoleré mis graneros, construiré otros más grandes y amontonaré allí todo mi trigo y mis bienes, 
y diré a mi alma: Alma mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y date buena vida’.
Pero Dios le dijo: ‘Insensato, esta misma noche vas a morir. ¿Y para quién será lo que has amontonado?’.
Esto es lo que sucede al que acumula riquezas para sí, y no es rico a los ojos de Dios” (Lucas 12, 13-21).

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He aquí un hombre al que la vida ha tratado bastante bien. Está satisfecho consigo mismo. Los negocios prosperan y sus graneros rebosan. ¡Este año la cosecha ha sido espléndida, y tanto, que hasta le parece necesario agrandar sus bodegas! No, él no es un fracasado, de ninguna manera lo es. ‘¿Qué haré?’, se pregunta. Está en cierto sentido preocupado, pero no por lo que preocupa a la mayoría de las personas; él está inquieto no por la escasez, sino justamente por lo contrario: por la abundancia. Uno de los mejores comentaristas de este pasaje evangélico, San Basilio Magno (330-379), dijo así a propósito de esta pregunta que se hace el rico a sí mismo: “Hay dos clases de tentaciones. El dolor prueba a las personas como el oro al crisol, y hace ver su buena ley por medio de la paciencia. Pero la prosperidad se convierte también para muchos en ocasión de prueba. Porque tan difícil como no hundirse en las dificultades, es no volverse insolente en la prosperidad”. “¿Qué haré?”. El hombre está angustiado, y se expresa en los mismos términos que el pobre. El exceso de bienes lo ha vuelto miserable. El pobre se pregunta: “¿Qué haré? ¿Qué objeto tendré que empeñar esta vez para salir adelante?”. Sin embargo, este millonario dice también: “¿Qué haré?”. El pobre vive preocupado por su pobreza; el rico, en cambio, por su riqueza: la cantidad de bienes que posee no lo libra de la inquietud.

Hay gente en esta vida a la que todo le sale mal. Son como esos erizos que cuando quieren acariciar pinchan; como esos perrazos cariñosos que cuando se abalanzan sobre alguien para jugar con él acaban arañándolo. Don Guillermo Prieto (1818-1897), uno de los mejores escritores mexicanos del siglo XIX, dejó en uno de sus Cuadros de costumbres el retrato de este tipo de gente en la persona de un pobre viejo llamado Melito.

Dice de él nuestro autor: “Nadie le devuelve el paraguas si lo presta… Para él, siempre la comida está sin sal, y el café frío, y varias veces se ha quedado a dormir en la calle porque el portero se ha olvidado de él, que está en esta vida como pintado”. Pero no: el rico de la parábola no pertenece a esta raza de perdedores. Para él, por el contrario, todo marcha viento en popa. Y tan bien le va en la vida que no sabe dónde almacenar todas sus posesiones. “¿Qué haré –se pregunta-, porque no tengo ya dónde almacenar la cosecha? ¡Ya sé lo que voy a hacer! Derribaré mis graneros y construiré otros más grandes para guardar ahí mi cosecha y todo lo que tengo”.

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Los problemas están, pues, resueltos, y el futuro asegurado. El hombre está feliz y se congratula consigo mismo; incluso hace planes para el futuro: “Ya tienes bienes acumulados para muchos años; descansa, bebe, y date a la buena vida”…

Sin embargo, Dios escucha los pensamientos de este hombre, y dice desde el cielo “¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién serán todos tus bienes?”. El rico ha hecho ya sus planes, pero los planes de Dios son otros: hoy mismo por la noche este hombre va a morir. ¿Y entonces? Entonces sabrá éste que su vida, en el fondo, ha sido un completo error, un fracaso colosal.

Ya el libro del Eclesiastés decía: “Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión. Hay quien se agota trabajando y pone en ello todo su talento, su ciencia y su habilidad, y tiene que dejárselo a otro que no trabajó” (1,2; 2, 21-23). He aquí el problema: que, querámoslo o no, vivir es trabajar para los demás: ¡todo lo que hicimos lo dejaremos en otras manos! Todo: los relojes, las casas, los campos, los libros… Nada nos llevaremos, y si sólo nos dedicamos a acumular estas cosas, sepamos que hemos perdido el tiempo.

En efecto, hay quienes sólo pensaron en esto: en agrandar su negocio, y nunca se dieron tiempo para ninguna otra cosa. ¡Pues bien, todo lo dejarán! Esta será la venganza de Dios. ¿Aquel hombre es muy rico, casi ofensivamente rico? No lo envidies: es tan mortal como tú y, como tú, nada podrá llevarse a la otra vida. Pero, ¿y entonces? ¿Tal es, pues, la condición humana? ¿Todo lo nuestro acabará disfrutándolo otro? Sí. Por eso, hay que trabajar, pero no sólo para ampliar nuestros graneros, sino para servir a Dios y por amor suyo. Esto puede sonar muy vago y muy romántico, y, sin embargo, no lo es.

Un pensador francés de mediados de siglo expresó esto con entera claridad: “Si se suprime a Dios, última comunicación entre los seres, el hombre que trabaja para otro hombre no puede ser verdaderamente más que un esclavo. En otro tiempo, el hombre que sufría tenía conciencia de servir a Dios y de unirse a Él así, por el acto mismo de trabajar y sufrir. Pero si Dios ha muerto, no hay otra salida para el hombre que saberse esclavo o de hacer esclavos” (Pierre Dournes).

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Si tú trabajas para otro, ¿qué eres? Un esclavo, y cuanto ganes lo dejarás al primero que descubra tu tesoro. Pero si trabajas para Dios; si todo lo que haces, lo haces por amor a Él, entonces puedes considerarte su servidor en este mundo, y, por lo tanto, merecedor de escuchar estas palabras: “Siervo fiel, pasa a tomar parte del gozo de tu Señor” (Cf. Mateo 24, 14-30). He ahí la diferencia.

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P. Juan Jesús Priego

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