Sabemos que la familia es el ámbito en el que el niño se forma y aprende a relacionarse, primero con los suyos y luego con la comunidad. Es el ámbito donde comprende que las personas pueden llegar a acuerdos para vivir en armonía.
Pero la violencia, como moho, ha ido penetrando por todos los rincones, y nos va transformando en una sociedad cada vez más deshumanizada.
Quizá sintamos impotencia ante los grandes problemas de inseguridad que vivimos, pero no olvidemos las palabras de San Juan Pablo II: “el futuro de la humanidad se fragua en la familia”; dejemos de ser espectadores o víctimas para convertirnos en protagonistas de la cultura de la paz.
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La familia, como institución, ha sido infectada por la violencia y debemos actuar responsablemente desde la propia familia; seguramente no podremos resolver los grande conflictos políticos y sociales, pero comenzaremos a sanar la célula básica y podremos, desde ahí, iniciar la revolución de la ternura de la que nos habla el Papa Francisco:
“La ternura es usar los ojos para ver al otro, usar los oídos para escucharlo, para sentir el grito de los pequeños, de los pobres, del que teme el futuro, escuchar también el grito silencioso de nuestra casa común, la tierra contaminada y enferma”.
La violencia es uno de los temas más recurrentes en cualquier conversación, pero paradójicamente la ocultamos, disfrazamos o negamos en la propia familia.
Resulta muy difícil, o hasta vergonzoso, admitir que podemos ser víctimas o victimarios de nuestro cónyuge o hijos, e incluso identificar y reconocer la violencia en ciertos actos que son tan comunes en el hogar y que justificamos por ser “necesarios” o “educativos”.
Los tristemente comunes mitos que se transmiten de generación en generación: “es tu cruz, llévala con paciencia”, “debes preservar a como dé lugar tu matrimonio”, “te pego porque te quiero, algún día me lo agradecerás” etc. siguen haciendo estragos en muchos hogares, justificando y abriendo la puerta a la violencia.
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No son posturas cristianas si pasan por alto que, ante todo, se debe respetar la dignidad de la persona: “la dignidad de la persona es inalienable, porque ha sido creada a imagen de Dios” (Gaudium et spes); todas aquellas conductas que hieran, ofendan, menosprecien, o pongan en riesgo a la persona, pueden ser signos de violencia, aunque ésta esté disfrazada.
La violencia doméstica no es cuestión de género ni una lucha exclusiva de colectivos feministas. No son solo golpes y gritos, también puede ser violencia sexual, violencia económica o violencia psicológica. Las víctimas más frecuentes son los niños, los ancianos, las personas que sufren alguna discapacidad y las mujeres.
¿Te has preguntado por qué es cada vez mayor el número de niños y adolescentes que abandonan sus casas para convertirse en sicarios?, ¿por qué cada vez hay más ancianos indigentes?, ¿por qué hay individuos que asaltan y agreden en las calles? ¿por qué aumentan los niños delincuentes y en situación de calle?
Detrás de cada uno de ellos hay una historia familiar, un relato de abuso y una carencia de ternura y amor de quienes debieron protegerlo y decirle su valía.
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No, la violencia no es solo el abuso que cometen otros, puede estar creciendo como moho en los cimientos de nuestra familia; debemos identificarla según sus diferentes disfraces y modos de presentarse, para luego combatirla con objetividad, decisión y oración. Ni un abuso emocional, ni una actitud amenazante, ni un miedo paralizador; ni víctimas ni víctimas ni victimarios.
Hablaremos poco a poco de las diferentes formas de violencia en la familia para convertirnos en agentes de paz.
Consuelo Mendoza García es ex presidenta de la Unión Nacional de Padres de Familia y presidenta de Alianza Iberoamericana de la Familia.
*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.
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