Columna invitada

La verdadera inclusión se vive en la Iglesia Católica

SE HA PUESTO DE MODA hablar de ‘incluir’ y ‘acoger’ entendido como sinónimo de aceptación incondicional, de no discriminación.

Es un concepto ‘políticamente correcto’, que mucha gente se apresura a aceptar, porque se ve bien enarbolar el principio de aceptar a todos sin distinción. Pero en la Iglesia Católica hay que tener cuidado en cómo se lo asume porque tiene sus ‘asegunes’. Conviene considerar 2 aspectos:

1. La palabra ‘católica’ que define a la Iglesia, significa ‘universal’. Desde su origen, ella ha tenido la puerta abierta para personas de toda raza, cultura, condición económica, cultural, social, etc. Ya en los Evangelios, en particular en el de san Lucas, un tema fundamental es la universalidad de la salvación, es decir, que Dios se hizo Hombre para salvar no sólo al pueblo judío, sino a todos los pueblos.

Comentaba un ex-protestante que la primera vez que asistió a Misa le llamó muchísimo la atención que a diferencia de los templos de denominaciones cristianas a las que había pertenecido, en las que había grupos homogéneos (por ej: todos eran afroamericanos, o todos de alto nivel económico), en la parroquia a la que asistió había americanos, hispanos, afroamericanos, gente pobre y gente rica, ancianos, jóvenes, niños, todos participando unos al lado de otros, y le maravilló comprobar la universalidad de la Iglesia Católica. Vio que es verdad que no sólo está presente en todo el mundo, sino que es para todo el mundo. Don de Dios para la humanidad.

2. Como la Iglesia Católica fue fundada por Jesús (al darle a Pedro, primer Papa, las llaves del Reino, ver Mt 16, 17-19), su misión consiste en hacer lo que Él le encomendó: transmitir fielmente las enseñanzas de Jesús y cumplir todo y solamente lo que Él le mandó (ver Mt 28, 19-20).

Es, por tanto no sólo lógico sino indispensable que quien quiera pertenecer a la Iglesia Católica, acepte y asuma dichas enseñanzas y mandamientos.

Extrañamente ése no suele ser el caso. Hay quienes quieren que la Iglesia los acepte, pero no la aceptan a ella. Exigen ser incluidos según sus propias normas, sin tener la menor intención de amoldarse a las normas de la Iglesia. Y si sus términos no son aceptados, se quejan amargamente de ser discriminados.

El obispo norteamericano Mons. Robert Barron, con ese estilo suyo claro y aterrizado, hace notar, en dos artículos titulados ‘Inclusividad y Amor’ (bit.ly/3mfNVun) e ‘Inclusión y exclusión’ (bit.ly/41G92Gn), que acoger a otro no sólo consiste en aceptarlo, sino en amarlo, y amarlo es desear su bien, y su bien no puede ser seguir en el pecado, así que amarlo necesariamente implica ayudarlo a arrepentirse, a convertirse y amoldar su voluntad a la de Jesús, que lo primero que dijo cuando empezó a predicar no fue: ‘¡bienvenidos!’, sino ‘¡arrepiéntanse!’ y a los pecadores les pedía: ‘no peques más’.

La Iglesia está abierta a recibir a todos, pero todos los que quieran entrar en ella deben disponerse a renunciar a lo que les impida encaminarse hacia la santidad.

Dice el obispo que si un músico desea entrar a una orquesta sinfónica, debe reunir los requisitos que ésta exige. Si los reúne y no lo aceptan por su raza, puede quejarse de ser discriminado y tendría razón. Pero si uno que no sabe tocar la flauta, pretendiera entrar como flautista y fuera rechazado, sería risible que se quejara de ser discriminado.

Así también sucede con la Iglesia Católica. No está siendo ‘discriminadora’ si pide que quien ingrese a ella
se rija por los principios que ella recibió de Cristo, según los cuales se rigen todos sus fieles desde hace más
de dos mil años. Y haría muy mal si en aras de una caridad pastoral mal entendida, abandonara esos
principios, y amoldara sus criterios a los del mundo con tal de ser ‘incluyente’, y recibir la aprobación de toda
la gente.

Jesús acogió a todos sin importarle ser criticado por ello, pero siempre los animó a convertirse. Les pidió no pecar más. Afirmó: “No he venido por los justos sino por los pecadores, para que se conviertan.” (Lc 5,32).

Ahí está la clave. No se trata de decir: ‘¡abran las puertas a los pecadores!, ¡que entren todos, tal como son, y sigan en las mismas!’ Se trata de invitarlos, sí, pero no sólo a entrar sino a cambiar, a convertirse, a dejar atrás su vida de pecado y adherirse a la vida nueva que les ofrece Cristo. Debe ofrecerles como Él ofrecía:
inclusión, sí, pero con conversión.

Más artículos del autor:   5 lecciones de una taza feliz

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

 

Alejandra Sosa

Es escritora católica y creadora del sitio web Ediciones 72, colaboradora de Desde La Fe por más de 25 años.

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