Cuando parte un ser querido el corazón queda herido, dejando un inmenso vacío y un profundo dolor en quienes lo aman. El Evangelio de San Juan narra que con la muerte de Lázaro “Jesús rompió a llorar. Decían los judíos: mirad cuánto le amaba” y es qué no obstante que la Fe nos da a los cristianos una visión esperanzadora y trascendente de la muerte, nuestra parte humana igual que Jesús siente el dolor de la pérdida y la separación.
La muerte siempre nos sorprende, y con ella llega el sufrimiento por la ausencia; iniciando el recorrido de un camino para adaptarnos a la pérdida de la persona fallecida. Esto es un proceso de duelo que recorre diferentes etapas, desde la negación hasta la aceptación; toma tiempo, requiere la decisión personal de caminar y es una experiencia única que se vive da acuerdo a la propia personalidad. Cuando sentimos que el dolor nos mantiene paralizados, es conveniente buscar la ayuda profesional que nos dé el acompañamiento necesario en este trance.
Mientras que para algunos perder a un ser querido es el final, los cristianos hacemos de nuestra Fe un bálsamo de esperanza y un canto de victoria, pues cuando repetimos en el Credo “Espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro” tenemos la certeza de que un día nos reencontraremos con todos aquellos que nos antecedieron en el camino a la vida eterna.
Algunos de nuestros seres queridos, amigos o conocidos que han fallecido, seguramente necesitan que su recuerdo en nuestras vidas así como la amistad y el amor por ellos que aún permanecen, se conviertan en oración constante para que sus almas terminen de purificarse en el purgatorio; la misericordia de Dios es tan grande, que escuchará nuestras plegarias. No olvidemos que nuestra Iglesia nos brinda numerosas y valiosas oportunidades de conseguir la indulgencia plenaria para ellos, no hay mejor regalo que les podamos brindar.
El proceso de duelo termina con la aceptación de la muerte terrena, pero no con el olvido. Los recuerdos poco a poco van transformándose en evocaciones dulces y sanadoras, agradeciendo a Dios el privilegio de habernos elegido para disfrutar su vida. Honrar su memoria es recibir su legado, reconocer e imitar sus virtudes, mantener su amistad y cariño traducidos ahora en oración constante y ¿por qué no? solicitando su ayuda e intercesión en los momentos difíciles; porque la amistad y el amor son recíprocos, aún después de la muerte.
Honremos a nuestros muertos, pero que nuestra plegaria llegue también a todos aquellos que han sido olvidados por los suyos, los que murieron solos, abandonados, por aquellos que sus propias familias no saben aún que fallecieron y necesitan nuestra oración para llegar al cielo.
En esta festividad tan significativa para los mexicanos, hagamos de su recuerdo una prolongación y un homenaje de su vida, pidiéndoles nos ayuden para permanecer en el camino que nos conduzca a Dios cuando llegue nuestro momento.
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Consuelo Mendoza García es ex presidenta de la Unión Nacional de Padres de Familia y presidenta de Alianza Iberoamericana de la Familia.
*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.
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