Si Tertuliano murió en el año 220 de nuestra era (había nacido sesenta años antes, es decir, en el 160), ya se podrá imaginar el lector lo viejo que es este “Elogio del matrimonio” que escribió un día y que ahora vamos a transcribir aquí. Es un elogio viejo, pero no es nada anacrónico, y hasta parece haber sido redactado apenas ayer para los esposos de hoy:

“¿Cómo podré expresar la felicidad de aquel matrimonio que ha sido contraído ante la Iglesia, reforzado por la oblación eucarística, sellado por la bendición, anunciado por los ángeles y ratificado por el Padre? Porque, en efecto, tampoco en la tierra los hijos se casan recta y justamente sin el consentimiento del padre. ¡Qué lazo el que une a dos fieles en una sola esperanza, en la misma observancia, en idéntico servicio! Son como hermanos y colaboradores, no hay distinción entre carne y espíritu. Más aún, son verdaderamente dos en una sola carne, y donde la carne es única, único es el espíritu. Juntos rezan, juntos se arrodillan, juntos practican el ayuno. Uno enseña al otro, uno honra al otro, uno sostiene al otro. Unidos en la Iglesia de Dios, se encuentran también unidos en el banquete divino, unidos en las angustias, en las persecuciones, en los gozos. Ninguno tiene secretos para el otro, ninguno esquiva al otro, ninguno es gravoso para el otro. Libremente hacen visitas a los necesitados y sostienen a los indigentes.

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“Las limosnas que reparten, no les son reprochadas por el otro; los sacrificios que cumplen no se les echan en cara, ni se les ponen dificultades para servir a Dios cada día con entrega generosa.

“No hacen furtivamente la señal de la cruz, ni las acciones de gracias son temerosas ni las bendiciones permanecen mudas. El canto de los salmos y de los himnos resuena a dos voces, y los dos entablan una competencia para cantar mejor a Dios. Al ver y oír esto, Cristo se llena de gozo y envía sobre ellos su paz. Donde están los dos, allí está Él, y donde está Él no puede haber maldad alguna”.

Según Tertuliano, pues, los esposos no debían ocultarse nada, ni bendecir en secreto la mesa, ni rezar cada uno por su lado, ya que, al compartir la misma fe, podían comprenderse mutuamente. Pues bien, hace poco conocí a una pobre mujer que hacía exactamente lo contrario: no sólo bendecía la mesa a escondidas, sino que practicaba en secreto todas sus devociones e iba a Misa siempre sola, pues a su marido nada le molestaba tanto como “esas cosas estúpidas relacionadas con la religión”.

Durante el tiempo de su noviazgo –que cubría el largo lapso de cuatro años y algunos meses-, ella notó, como quien no quiere la cosa, que él no era nada afecto a la religión, pero creyó que más tarde, como me dijo hace unos días, “todo caería por su propio peso”. Sin embargo, habían pasado ya doce años y nada caía: él seguía siendo el mismo ateo de siempre, aunque con la diferencia de que cada día se mostraba más feroz e intolerante.

-Además –me decía la mujer secándose una lágrima-, hubo un tiempo en que creí amarlo tanto que la fe y la Iglesia pasaron, si puedo decirlo así, a segundo término. Este tiempo coincidió, aproximadamente, con los meses que precedieron a mi casamiento… ¿Cómo pude cegarme de tal modo?

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No, ni el amor ni el tiempo atemperaron nada la animadversión que su marido sentía por cuanto se relacionase con la fe, y hasta prohibió un día a su mujer que asistiera a misa. Al principio, ésta aceptó esta orden únicamente por darle gusto, pero ahora que la pasión se había enfriado y ella lo veía en la cama roncando a pierna suelta –con unos ronquidos que la sacaban de quicio- se preguntaba: “¿Y por qué no voy a poder hacer lo que prefiero? ¿Quién es este hombre para impedirme buscar a Dios? ¿Quién se cree que es?”. Incluso llegó a abrigar la sospecha de que su marido se declaraba ateo con el único fin de quedarse en pijama el domingo entero.

Una tarde, mientras estaban sentados a la mesa, ella se quedó en silencio durante dos o tres minutos y su actitud era más bien concentrada. Él le dijo entonces:

-¡Qué! ¿Rezas?

Ella no parpadeaba. Y sí, estaba rezando.

-Bueno –dijo el hombre-, ya que estás en comunicación con tu Dios, puedes decirle que no me va a quitar a mi mujer y que, por lo que a mí toca, ya puede irse a la porra. Dile que no quiero tener nada que ver con Él. ¿Me oyes? Todo eso le vas a decir ahora mismo y además en voz alta para que yo te oiga. ¡Anda, dilo!

La mujer lloraba sin moverse.

-Entonces se lo diré yo, y tú me vas a escuchar… ¡Pero no! No te vas a ir a otra parte. ¡Tú aquí te quedas!

Entonces el hombre empezó a desgranar blasfemia tras blasfemia, y la mujer no pudo hacer otra cosa que taparse los oídos, pues él la tenía sujetada del brazo.

Mientras ella me contaba estos horrores, yo recordaba un texto bíblico, ese texto que antes me parecía incomprensible y cuyo significado profundo acababa de revelárseme: “Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra para tomar posesión de ella y expulse a tu llegada a naciones más grandes que tú –hititas, amorreos, cananeos-; cuando el Señor, tu Dios, los entregue en tu poder y tú los venzas, no pactarás con ellos ni emparentarás con ellos: no darás tus hijos a sus hijas ni tomarás a sus hijos para tus hijas. Porque ellos los apartarán de mí” (Deuteronomio 7, 1-4). Claro, claro, bien sabía Dios lo que pasaba cuando los esposos llegan a diferir en algo que es esencial.

-¿Cómo he podido casarme con ese monstruo? –me pregunta la mujer. Pero yo no sé qué responderle.

Para ella, su marido era la encarnación misma del demonio. Y si su marido era un demonio, ¿qué podía ser su casa, sino un pequeño infierno?

¡Ah, Tertuliano! Tú también sabías cómo funcionan las cosas. Pero como te tomaste el trabajo de advertírnoslo, tú no tienes la culpa de nada.

 

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

P. Juan Jesús Priego

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