Recuerdo una anécdota con una monjita, que me sucedió hace muchos años, cuando era sacerdote recién ordenado, en una visita que hice a un querido convento: se acerca una venerable religiosa conmigo, y me dice, con mucha alegría en sus ojos: “he recibido una gracia”.
– ¿Ah si? Le pregunté admirado, – ¿cuál hermana?
– ¡Quiero confesarme!
– Válgame, pensé sorprendido. Se me hacía tan extraño, cómo iba a ser eso una gracia, a mí me daba pena confesarme, sin embargo, así me lo transmitía ella, con emoción, y nunca se me ha olvidado, y pues en verdad sí lo era. Porque convertirnos al Señor es siempre una gracia, un don para la humanidad: Hoy, más que nunca.
No acostumbrarse al pecado sino buscar la gracia, cuánto antes, nos habían enseñado y formado en nuestro Seminario. Y a eso, con la ayuda de Dios, hemos intentado ceñir nuestra vida.
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