Los ánimos se calentaron a tal punto en las barras bravas del Querétaro y del Atlas, la noche del sábado 5 de marzo, hasta que estallaron en violencia homicida sembrando terror en el estadio.
Es un día que pasará a la historia como una fecha de las más tristes y oscuras para el futbol mexicano.
Aunque oficialmente no se reportaron muertos, las imágenes de los aficionados que circularon en las redes sociales son espeluznantes: inclementes y brutales golpizas, cuerpos de hombres inertes llenos de sangre, otros cuerpos desnudos aparentemente sin vida, familias presas del pánico tratando de escapar del estadio. Personalmente me sentí afectado por estas imágenes, y estoy seguro de que muchos también lo están.
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Una de las preguntas inevitables es por qué un deporte tan amado como el futbol, que debe de ser propulsor de civilización e integración social, se convierte de pronto en una bomba que explota en la barbarie más salvaje; por qué un espectáculo deportivo que debe crear cohesión en la comunidad se transforma en un dantesco escenario donde brotan el odio y las más bajas pasiones del corazón humano.
Un equipo de futbol de la Liga genera siempre en su ciudad un arraigado sentido de pertenencia y de identidad. Por tratarse de una competencia, los aficionados naturalmente se emocionan cuando gana su equipo y se desaniman cuando pierde, así como también es natural que acepten que la vida de su equipo esté marcada por una sucesión de victorias y derrotas. La gran mayoría de los mexicanos aficionados al futbol así lo sabe asumir.
Seguramente la mayoría de los mexicanos hemos aprendido que la vida está compuesta de éxitos y de fracasos, y que los fracasos son los que nos enseñan a crecer y mejorar. Así viven quienes han logrado construir en su interior una estructura moral que los capacita para distinguir entre bien del mal. Una cierta educación que viene de un ambiente familiar sano y funcional los ha dotado de un armazón interior con el que eligen el bien, rechazan el mal, moderan las alegrías, controlas las pasiones y mitigan las tristezas.
Sin embargo cuando los aficionados carecen de una estructura moral interior; cuando la vida no les ha brindado una educación familiar que les permita distinguir entre el bien y el mal, cuando no saben de Dios, entonces lo único que rige la vida son los impulsos momentáneos. No hay reflexión, tampoco hábitos, valores, virtudes ni vida espiritual porque seguramente, en sus familias, no hubo alguien que les ayudara a formarlos.
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Muchos de ellos vienen de ambientes de mucha pobreza y con experiencias de violencia intrafamiliar. Si no tuvieron la experiencia de pertenecer a una familia integrada, buscarán su pertenencia en otros grupos. Así, muchos de ellos dejan de ser aficionados para convertirse en fanáticos, es decir, en personas carentes de toda capacidad de reflexión, en seres irracionales. Lo que puede ser una sana afición deportiva se transforma en un absoluto, en idolatría perversa.
Se les llama barras bravas a los grupos de fanáticos del futbol en América Latina. En otros países se conocen como “hooligans”, ultras y torcidas organizadas. Ellos se encargan de alentar al equipo mediante tambores, banderas y cánticos, pero también son quienes atacan a los aficionados de los equipos rivales. Suelen ubicarse en las tribunas populares donde con frecuencia no hay asientos, por lo que tienen que ver el partido de pie. Ellos buscan su sentido de pertenencia y se sienten identificados con el grupo, como lo hacen los miembros de una pandilla juvenil. Algunos de ellos son delincuentes. Exaltan su fuerza, y buscan su afirmación con su capacidad de pelear. También se les asocia con el consumo de alcohol y drogas.
Pandillerismo, frustraciones psicológicas, fanatismo, consumo de alcohol y drogas, impulsividad, violencia y adrenalina se combinaron para convertir La Corregidora en el campo de batalla del sálvese quien pueda en el día más negro para el futbol mexicano.
Mientras que las barras bravas estén presentes en los graderíos nadie podremos sentirnos seguros en un partido de futbol. Por eso los clubes de futbol de México y las autoridades civiles deberán de purificar los estadios del fanatismo para brindar seguridad a los aficionados que acuden, muchos de ellos con sus niños.
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Lo sucedido en Querétaro es un reflejo de la crisis espiritual, moral y familiar en que viven muchas personas en el país.
Mientras que el orden de Dios y su reino se desdibujen en tantas almas y hogares para ser reemplazados por los ídolos, no podemos esperar que vivamos en paz y en la verdad de nuestra dignidad.
El P. Eduardo Hayen es Director de Comunicación de la Diócesis de Ciudad Juárez.
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