Conforme pasa el tiempo y me hago viejo, más me queda claro que el ateísmo no es, en muchas ocasiones, sino un mero mecanismo de defensa. Cuando era joven, solía leer a los ateos famosos con respeto; los veía con admiración; pero hoy no puedo evitar mirarlos con recelo ¿Se trata aquí de un caso típico de esclerosis de la inteligencia, de estrechez de miras o incluso de reblandecimiento cerebral? ¡Nada de esto!
No creo que los años, por lo menos hasta ahora, me hayan secado el seso. Lo que pasa es que uno oye muchas historias y luego saca sus modestas conclusiones. En fin, que no es que se me haya empequeñecido el criterio; es que se me ha agrandado el conocimiento de la vida.
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He aquí la primera cosa que he descubierto: que el ateísmo es, ante todo, perezoso, y que, por ser tan cómodo, es también muy atractivo. Imaginemos a un muchacho que cierto domingo por la mañana duerme plácidamente metido entre las cobijas. Ayer se desveló bailando y bebiendo en un antro y no querría que nadie lo molestase. Pero he aquí que su padre, a eso de las once y media, se introduce violentamente en su cuarto, descorre las cortinas y le dice: “¡Arriba, jovencito! Hoy es domingo y tenemos que ir a Misa”.
Nuestro joven se revuelve en la cama, cubre púdicamente las partes de su cuerpo que el sueño había destapado y pone a su padre una cara de pocos amigos. ¿Por qué no lo dejan en paz? Como puede, se incorpora en el lecho, lanza un bostezo y declara que no está dispuesto a ir a ninguna parte. ¡Ya sólo faltaba que no pudiese levantarse tarde ni siquiera los domingos!
-Vayan ustedes –dice, por fin-. Yo me quedo aquí.
-¿Que no vienes con nosotros? –pregunta el padre-. ¿Y por qué no? ¿Podría yo saberlo?
-Porque no creo en esas cosas –responde el muchacho. Y para que no le quede a su progenitor ninguna duda a este respecto, añade en tono retador-: Ni voy a ir hoy, ni iré nunca más.
El padre no sabe qué decir y sale de la habitación profundamente alarmado. ¿Cómo es que su hijo ya no cree? ¿En qué recodo del camino ha perdido la fe? Mientras tanto, ya solo, éste se levanta con los ojos cerrados para correr las cortinas que aquél había descorrido, cae pesadamente en la cama y se echa a roncar a pierna suelta.
Pero, ¿de veras este joven ya no cree? ¿Es que sus razonamientos lo han llevado, por decirlo así, a una especie de callejón sin salida? ¿Es que de pronto la duda metafísica se apoderó de él con tal furor que ya no le es posible afirmar la existencia de un ser divino, creador y señor de todas las cosas? ¡Nada de eso! Lo que pasa es que él quería seguir durmiendo y soltó lo que tenía que soltar para que, en el futuro, nadie se atreva a despertarlo a esas horas de la madrugada, y mucho menos en domingo.
El ateísmo es perezoso. Le basta con decir: “¡Bah, Dios ni siquiera existe!” para hacer a un lado todos sus deberes.
El ateo no tiene ya que ir al África lejana para ayudar a unos hermanos suyos que se mueren de hambre; además, suprimiendo la paternidad de Dios mata dos pájaros de un tiro y suprime también la fraternidad; en efecto, si no hay un padre común, ¿por qué van a ser hermanos suyos esos hombres, mujeres y niños que de tan negros como están ni siquiera se le parecen? ¡Al diablo con ellos! Por haber dicho lo que dijo –“Porque no creo en esas cosas”-, tampoco tiene ya que cruzar mares ni atravesar ríos para ir en busca de aquellos que podrían necesitar una palabra de vida, sino que se conforma con decir: “Al fin y al cabo, todo es absurdo”.
Esta lacónica declaración de principios lo pone a salvo de tener que movilizarse y emprender largas e incómodas caminatas que él, por supuesto, querría evitar a toda costa…
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Una vez, conocí a un joven cuya vida era toda virtud: iba a Misa, capitaneaba los grupos juveniles de su parroquia y mantenía con una muchacha de su edad un noviazgo bastante limpio y equilibrado. Se casaron –yo mismo recogí el consentimiento de ambos y los declaré públicamente marido y mujer-, y pasaron dos años, o tal vez tres. Eran, por lo que pude saber, felices. Sin embargo, un día llegó a mí la joven esposa y me dijo, llorando, estas graves palabras:
-Juan ya no cree. Me lo dijo anoche. Dijo que la Iglesia esto, que los curas aquello y que Dios lo de más allá.
En mi cabeza empezaron a revolotear, como pájaros negros, dos o tres presentimientos que me abstuve de enunciar para no ser injusto con aquel joven que en otro tiempo había sido tan íntegro; sobre todo, pensé: “Lo que es éste, de seguro que no anda nada bien; tal vez, incluso, hasta ande flirteando con otra”, pero me cuidé mucho de abrir la boca para no contristar más de lo que ya estaba a esta esposa afligida. En cambio, pedí verlo a él urgentemente. Tres días después, la mujer regresó para decirme:
-Dice que no quiere verlo. Ni a usted ni a ningún otro cura.
Durante algunos meses las cosas quedaron allí, hasta que la joven esposa, más llorosa y desesperada que antes, vino nuevamente a mi oficina para espetarme la siguiente noticia:
-¡Juan anda con otra mujer! ¡Ayer lo descubrí! ¡Ay Dios, qué desgraciada soy!
Yo fingí espantarme. Y digo que fingí porque ya me lo sospechaba.
-¿Cómo lo descubriste? –le pregunté.
-En el Facebook. Allí pude ver unas fotos…
-Claro –dije-. En el Facebook.
¡El ateísmo de Juan! Como si veintidós años de escuchar historias como éstas no me hubieran enseñado a desconfiar de estos cambios tan bruscos en materia de religión. Seguramente, cuando Juan deje a esta mujer y regrese con su esposa, si es que esto sucede alguna vez, volverá a creer. Por ahora no. Entonces dirá que se equivocó, que estaba confundido y que no volverá a hacerlo.
Como puede verse, se trata en el fondo de un mecanismo bastante sencillo, pero también bastante lógico. Podría enunciarse así: “Con frecuencia, para no verse importunado por Dios, que podría pedirles algo, muchos hombres prefieren ignorarlo diciendo que no existe”. Pero no es que Dios no exista: es que ellos no quieren ser importunados por Él, he ahí todo.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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