“¡Señor mío, y Dios mío!” Con estas palabras santo Tomás Apóstol reconoció la divinidad de Cristo resucitado y lo adoró reverente. No fue fácil. Tomás no tuvo la primera experiencia de la resurrección aquel día en que la tuvieron sus hermanos apóstoles. Él no estaba presente y por eso su imagen de Cristo era más humana que divina. Como hombre de carne y hueso, Tomás estaba familiarizado con la carne mortal de su Maestro, pero no con el cuerpo glorioso del Resucitado.

Hay muchos cristianos que creen solamente en un Cristo muy humano y poco divino; se lamentan de Dios porque no les cumple lo que ellos piden. La salud que imploran nunca llega, o su situación financiera no mejora. Así, habiendo convertido a Jesucristo en un ídolo pagano que debería de estar a su servicio, acaban renegando de la fe porque Cristo no cumple con sus deseos materiales. Conozco personas que incluso han abandonado la Iglesia por este motivo.

Únicamente cuando tenemos la experiencia de tocar las llagas gloriosas del Cristo resucitado, somos realmente cristianos. Quien mete sus dedos en los agujeros de los clavos experimenta su misericordia y se llena de confianza en Él. Todo lo demás viene por añadidura. La vida se llena de luz divina y la ley de Dios se inscribe en el corazón. El contacto con el amor de Dios, que no abandona a sus hijos, es la base de toda la vida cristiana. No se trata, entonces, de pedir a Dios muchas cosas, sino de esperar y confiar en Él, cuya misericordia es inagotable.

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Es a través de la recuperación del temor reverente por lo sagrado y la adoración silenciosa como entramos en contacto con Cristo resucitado. Los templos son, por excelencia, los lugares donde podemos tener esta experiencia. Explica Romano Guardini que nuestros templos católicos tienen dos imágenes significativas: la puerta y la mesa del altar. La puerta es la frontera donde termina una cosa y comienza algo nuevo. En la puerta de entrada termina el espacio del mundo y empieza el espacio de Dios. El altar es el símbolo de la frontera que marca el más allá, del lugar donde Dios reside.

Por eso al sacerdote lo vemos celebrar al otro lado del altar, como ocupando el lugar de Dios. Cuando nos educamos en la adoración y el temor reverente a Dios, podemos vivir la experiencia de Moisés ante la zarza que ardía en el Horeb y que no se consumía. Y así hacemos para nosotros las palabras que Dios dirigió al caudillo de su pueblo: “Quita las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es suelo sagrado” (Ex 3, 1-5).

Los altares de nuestros templos –explica Robert Sarah– son el corazón de nuestras ciudades. “Nuestros pueblos se han construido literalmente alrededor del altar, apiñados en torno a la iglesia que los protege. La pérdida del sentido de la grandeza de Dios es una regresión terrible al estado salvaje. El sentido de lo sagrado constituye, de hecho el núcleo de cualquier civilización humana”. Por eso la piedra fundamental de Ciudad Juárez y El Paso Texas –lugar donde vivo– no es la Misión de Guadalupe como edificio histórico, sino el altar que sus paredes custodian, ya que fue la presencia de Dios la que, en esta tierra, hizo nacer civilización y cultura.

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El “Señor mío y Dios mío” de santo Tomás habla de sentimientos de respeto y reverencia hacia la majestad de Dios. De esos sentimientos –dice Sarah– brota también toda la urbanidad, la amabilidad y la cortesía humanas. Somos imagen y semejanza de Dios. La frase del apóstol hace posible que nosotros nos reconozcamos y nos tratemos como hermanos. La adoración a Cristo resucitado nos descubre nuestra inmensa dignidad.

Dejar de adorar nos despoja de la nobleza divina, y así nos convertimos en mercancías, en objetos de laboratorio, y nuestras relaciones humanas se tiñen de vulgaridad y agresividad. El feminismo abortista y movimientos sociales como Black Lives Matter son tristes ejemplos del ser humano que ha dejado de adorar y que ha perdido el sentido de lo sagrado. Los católicos hemos de educarnos en la adoración, a ejemplo del apóstol Tomás, porque “cuanta más deferencia mostremos ante Dios en el altar –dice el cardenal– más delicados y corteses seremos con nuestros hermanos”.

El Pbro. Eduardo Hayen es un sacerdote de la Diócesis de Ciudad Juárez y director del periódico Presencia.

Los artículos de opinión son responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Artículo publicado originalmente en el blog del P. Eduardo Hayen

Pbro. Eduardo Hayen Cuarón

Ordenado sacerdote para la Diócesis de Ciudad Juárez, México, el 8 de diciembre de 2000, tiene una licenciatura en Ciencias de la Comunicación (ITESM 1986). Estudió teología en Roma en la Universidad Pontificia Regina Apostolorum y en el Instituto Juan Pablo II para Estudios del Matrimonio y la Familia. Actualmente es párroco de la Catedral de Ciudad Juárez, pertenece a los Caballeros de Colón y dirige el periódico www.presencia.digital

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