El otro día en una reunión, alguien comentó: “se murió fulano, pobre”. Y otra persona -que por cierto padecía cáncer en fase terminal- preguntó: “¿por qué pobre?”. Se hizo un silencio y cada uno de los que estábamos ahí pensamos que, efectivamente, no hay razón para compadecer a quien se muere.
Platicamos al respecto y concluimos que ese tipo de expresiones muestran fuerte influencia de una mentalidad atea muy generalizada que ve la muerte como un final rotundo, un corte sin esperanza, un hoyo negro al que se entra para nunca más salir.
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Desde el punto de vista de quien no tiene fe, el que muere se ve como un niño al que su papá fue a sacar demasiado pronto de la fiesta, mientras que el creyente cristiano considera que el que muere más bien ¡entra a la fiesta! (aunque sea antes de lo que esperaba), y eso no debería ser motivo de pena sino de alegría.
Es hora de dejar de creer que a los que mueren se les acaba la diversión e ingresan a las filas de esos ‘tocadores de arpa celestiales’ que flotan entre nubes y angelitos, según los suelen pintar en algunas ilustraciones (¡qué aburrición!, ¿quién querría pasar la eternidad tocando el arpa?).
La muerte no es eso, no es el fin del gozo ni el principio del tedio, ¡todo lo contrario! Para los primeros cristianos la muerte era considerada el verdadero nacimiento de una persona, el momento feliz en que salía de este mundo -con toda su carga de sufrimientos y dificultades- y comenzaba a disfrutar la vida eterna en compañía de Dios (por eso se conmemora a los santos el día de su muerte, no de su cumpleaños).
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Dice San Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa:
“Hermanos, no queremos que estéis en la ignorancia respecto de los muertos, para que no os entristezcáis como los demás, que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús…….Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras….” (1Tes 4,13-15a.18).
El saber que nuestros difuntos queridos ya están gozando del mayor bien que puede existir, hace más llevadera su ausencia; es como si alguien a quien quieres mucho se ganara de premio un viaje fabuloso a un lugar al que siempre había tenido ilusión de ir, sin duda lo extrañarías mientras estuviera fuera, pero te consolaría imaginarlo feliz, viviendo fascinado esa experiencia que tanto anhelaba.
Y la gran diferencia aquí es que ese viajero probablemente no estaría en permanente comunicación contigo, pero con tu querido difunto puedes mantener una comunicación espiritual constante a través del Señor: él intercede por ti y tú puedes seguir orando por él. Es la ‘comunión de los santos’, que nos hace sentir que la muerte no es ausencia, sino diferencia de presencia: unos viven en el cielo (invisibles para nosotros), otros vivimos en la tierra, todos unidos en el Señor.
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Cabe insistir en que esta comunicación es a través del Señor: pretender ‘saltarlo’ y entrar ‘en contacto’ con un difunto a través de una ‘medium’ o mediante el uso de una ‘ouija’ es considerado por la Iglesia un grave pecado, porque el que responde ese llamado no es el difuntito sino el demonio, y no es juego abrirle la puerta pues ¡siempre acepta la invitación a entrar!.
Por último vale la pena comentar que aunque la muerte es, como dice San Pablo, ‘una ganancia’ (Flp 1,21), no nos toca a nosotros adelantar el momento, y también, que no hay muertes demasiado tardías o demasiado tempranas, ya que toda muerte llega en el momento que decide el Señor, desde Su sabiduría e infinito amor.
En este mes de noviembre, que la Iglesia dedica a las almas del Purgatorio, oremos por nuestros difuntos, ofrezcamos por ellos Misas, Rosarios, pequeños sacrificios diarios, y consolémonos con la gozosa certeza de que no sólo ‘descansan en paz’, sino están de camino, o tal vez ya llegaron, a la Patria celestial.
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