Estamos caminando hacia la Pascua, más aún, vamos caminando hacia la Patria Eterna. Y cuando uno viaja, hace bien en aprender de la experiencia de otros viajeros. Al respecto tenemos un muy buen ejemplo: un gran viaje del que nos habla la Biblia: el que emprendió el pueblo de Israel hacia la tierra que Dios les prometió.
En el libro de los Números (un libro que hay quien duda en leer por creer que está lleno de datos aburridos, pero si lo lee con ayuda de un buen comentario católico aprobado, le tomará gusto), se narra que para guiar a Su pueblo a través del desierto, Dios se manifestaba a través de una Nube. Y dice: “Si la Nube estaba…sólo de la noche a la mañana y por la mañana se alzaba, ellos partían…Si, en cambio se detenía…dos días, o un mes, o un año…los israelitas se quedaban en el campamento y no partían; pero, en cuanto se elevaba, partían. A la orden del Señor acampaban, y a la orden del Señor movían el campamento.” (Num 9, 21-23a).
Uno no puede menos que sorprenderse al leer: “dos días, o un mes, o un año”
¡Que absoluta disponibilidad tenía el pueblo para moverse o para quedarse! ¿Te imaginas? Dios no les decía de antemano cuánto tiempo iba a estar en cada lugar, no les dio ‘itinerario’. Avanzaban y acampaban sin saber cuánto tiempo durarían en cada lugar.
Ello implicaba que no se podían apegar al sitio al que llegaban, que cuando Dios les daba la orden de partir, no podían salirle con un: ‘no, Señor, qué pena, pero esta vez no me pidas que me mueva de aquí, lo siento, aquí me gusta y me quedo’. ¡Nada de eso! En cuanto la Nube se elevaba, empacaban y seguían. Y gracias a esa libertad para dejar lo que fuera, cuando fuera, y permitir que sólo Dios fuera su guía, llegaron a la Tierra Prometida.
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Lo más valioso que cada uno de los miembros del pueblo tenía, no era lo material que poseía, las cosas que venía cargando o las que había podido acumular, era la libertad interior que le permitía avanzar.
También nosotros estamos llamados a tener esa libertad en nuestro camino hacia la vida eterna. También hemos de estar atentos a lo que Dios nos vaya pidiendo, dejarnos conducir por Él, responderle como espera y al momento.
No es fácil. Los seres humanos nos apegamos rápidamente a nuestras cosas, costumbres, rutinas, placeres, maneras de ser y de vivir.
Nos cuesta desinstalarnos, cambiar, dejarnos mover. Pero si aquello a lo que nos apegamos, nos está impidiendo obedecer a Dios, no hay más remedio que dejarlo.
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Es aquí, donde la Iglesia, como nuestra Madre y Maestra, viene en nuestra ayuda y nos presenta la Cuaresma como un momento especial durante el año, en el que podamos hacer un inventario: ¿qué hay en nuestro corazón, que pueda estarnos quitando libertad para ser dóciles a Dios? ¿A qué nos estamos aferrando?, ¿necesitamos soltar algo?
Una conducta repetida durante muchos días, se vuelve un hábito. La Cuaresma es un tiempo ideal para poder crearnos, durante cuarenta días, buenos hábitos, un tiempo para desprendernos de todo aquello que se nos esté volviendo un lastre, por ejemplo, un resentimiento, un vicio, una manera de actuar, eso a lo que nos apegamos, sabiendo que no está bien, pero que justificamos pensando: ‘no pasa nada’, ‘todos lo hacen’.
Es un tiempo para dejar de decir: ‘sé lo que Dios quiere, pero yo quiero hacer lo que yo quiero’, y en cambio aprender a decir: ‘Yo quiero lo que Dios quiera.’
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Y por eso se nos invita a confesarnos, para liberarnos de ese peso que traíamos en el alma; a abstenernos, no sólo de carne los viernes, sino de nuestras malas actitudes (cada uno sabe cuál es la suya, y si no, pregunte a quienes le rodean); a dar, no sólo limosna, sino nuestra atención, nuestro tiempo, aquello que más atesoramos y que más nos cuesta compartir. Es un tiempo de dejar, para ganar.
Muchos católicos piensan en la Cuaresma sólo como un período penitencial, de privaciones y prohibiciones. No debe ser así. Hace falta aprender a verla desde otra perspectiva, como una extraordinaria oportunidad para la libertad.
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