“El que espera, desespera”, dice un dicho.
Pregunté a una pareja de amigos a qué creían que se refería.
Ella me dijo que a esperar algo que no sabe si llegará. Por ejemplo, esperar que su familia no se contagie de covid, esperar no perder su empleo. La desespera no saber qué pasará.
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Él comentó que también podía referirse a esperar sin hacer nada, por ejemplo en la fila del banco o atorado en tráfico pesado, una espera que desespera porque uno siente que pierde el tiempo inútilmente.
Recordaba esto reflexionando sobre la virtud de la esperanza, que es muy distinta a lo que ellos mencionaron, pues no consiste en esperar algo que quién sabe si llegará ni en esperar sin hacer nada. Tampoco es optimismo. La esperanza (una de 3 virtudes teologales, llamadas así porque provienen de Dios y nos conducen a Dios -las otras dos son fe y caridad), consiste en confiar en que Dios, que ha estado con nosotros en el pasado y está en el presente, también estará con nosotros en el futuro.
La esperanza no defrauda ni desespera porque confía en el cumplimiento de las promesas de Dios. Y es que a diferencia de los políticos, que prometen sin tener la menor intención de cumplir, y a diferencia de nosotros que aunque prometamos con intención de cumplir, a veces no cumplimos, cuando Dios promete siempre cumple. Él mismo afirmó: “no quedarán defraudados los que en Mí esperan.” (Is 49, 23c).
En la Sagrada Escritura se nos invita a tener y mantener firme la esperanza, porque “el autor de las promesas es Fiel” (Heb 10, 23).
¿Cuáles son esas promesas? ¡Uy son numerosas! Las encontramos en toda la Biblia, desde el libro del Génesis (lo prometido a Adán y a Eva), hasta el libro del Apocalipsis (lo que promete Jesús para el fin de los tiempos). Sería fascinante irlas buscando y reflexionar sobre ellas, pues muestran el infinito amor que Dios nos tiene, y cuáles son las consecuencias de que acojamos o rechacemos Su amor. Pero como ahora estamos entrando en la segunda semana de Adviento, consideremos solamente tres promesas relacionadas con las venidas de Jesús que contemplamos en estos días.
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La primera que podemos considerar ya se cumplió: enviarnos un Salvador. A recordarlo se dedica la segunda mitad del Adviento y, desde luego Navidad. Dios “tanto amó al mundo que le envió a Su Hijo único para que todo el que cree en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.”(Jn 3, 16). Jesús dijo a Sus discípulos que muchos quisieron ver lo que ellos veían y no pudieron (ver Mt 13, 17). Se refería a quienes durante siglos anhelaron que llegara el Salvador prometido.
La segunda promesa a considerar se sigue cumpliendo. “Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Por fe, sabemos que Jesús está con nosotros, no sólo en sentido espiritual, cuando leemos Su Palabra o cuando oramos, sino realmente, en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía. Y tenemos la esperanza de que seguirá siempre con nosotros. Nuestra esperanza es fe que mira al futuro.
La tercera promesa a considerar todavía no se cumple. Es sobre Su Venida futura:
“Estén preparados, porque en el momento que menos piensen, vendrá el Hijo del hombre.” (Mt 24, 44), “ha de venir en la gloria de Su Padre, con Sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.” (Mt 16, 27).
La certeza de que vendrá, no sabemos cuándo, y que nos juzgará por nuestras obras, es motivación suficiente para que nuestra espera no sea una pérdida de tiempo, sino que aprovechemos cada oportunidad para amar, comprender, consolar, aconsejar, enseñar, alegrar, ayudar, perdonar a quien lo necesite.
En este Adviento durante la pandemia, tener esperanza no consiste en esperar que no nos tocará sufrir (no esperemos de Dios lo que no nos ha prometido), sino en tener la seguridad de que pase lo que pase, por difícil o doloroso que sea, el Señor, que ha estado con nosotros ayer y hoy, seguirá siempre a nuestro lado, y nos sostendrá.
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