Sabías que

San Felipe de Jesús y su fiesta… ¿olvidada?

Corría el año de 1917, en la calle del Indio Triste, dentro del corazón palpitante de la Ciudad de México, vivía una joven de espíritu fervoroso, Elena del Socorro, la más radiante de las cinco hijas del médico Oskar Tessman, un inmigrante ruso que gozaba de gran prestigio entre la sociedad del Distrito Federal.

San Felipe de Jesús, patrono de la Ciudad de México

Criada bajo la fe católica, cada 5 de febrero, Elena aguardaba impaciente la verbena de San Felipe de Jesús, el Santo Patrono de su ciudad. Esa noche congregaba a cientos de personas que acudían a la Catedral Metropolitana para persignarse ante la pila bautismal del Santo.

La celebración se extendía varias horas, las señoras se vestían de gala y comían azucarillo, los señores preferían la limonada con aguardiente y las parejitas aprovechaban para pasear alrededor de la plaza, perdiéndose de vez en cuando entre los tranvías.

La historia de los los mártires a Nagasaki

Como todos los años, el doctor Oskar reunió a sus hijas en la amplia sala de su casa para contarles la historia de Felipe de las Casas, el muchacho incorregible que se había embarcado en el Galeón de Manila hacía las islas Filipinas en 1592. Elena y sus hermanas conocían de memoria el relato, pero fingían escuchar asombradas el monólogo que el médico actuaba con entusiasmo: “Felipe estaba listo para ser ordenado sacerdote, pero su embarcación fue azotada por la más terrible tormenta, y acabó naufragando en las costas de Japón, una tierra lejanísima de costumbres extrañas donde fue aprendido junto con 25 religiosos más”.

El asombro se convertía en horror cuando el médico les describía, con el detalle quirúrgico que sólo un galeno puede proporcionar, cómo los verdugos orientales habían mutilado las orejas de los 26 prisioneros, obligándolos a caminar largos trechos en temperaturas heladas. La historia llegaba a su pináculo cuando el doctor Oskar relataba la llegada de los mártires a Nagasaki, la ciudad donde conocerían su final precisamente en un día 5 de febrero, pero de 1597: “Para su sorpresa fueron recibidos por cientos de católicos japoneses que, al verlos crucificados en la colina de Nishizaka, juraron para sus adentros aferrarse a la fe, aunque tuvieran que ocultarse por generaciones enteras”.

A pesar de conocer cada detalle por las repetidas narraciones de su padre, Elena se sumergía en la historia con la intensidad de quien descubre un tesoro por primera vez. La imagen de Felipe, un joven de firme convicción y valentía, desataba en ella un torbellino de emociones. Imaginándolo solo, enfrentando su destino bajo los cerezos en flor, no podía evitar que las lágrimas brotaran, conmovida por su sacrificio lejos de su patria y su familia.

La promulgación de la Constitución del 5 de febrero de 1917

Pero en aquel turbulento año de 1917, la vida de Elena del Socorro estaba a punto de entrelazarse con la de Carlos Villaseñor, un joven estudiante de la Escuela de Jurisprudencia con una visión progresista y crítica sobre la sociedad y sus costumbres. Elena acudió a la verbena acompañada de Carlos, quien inmediatamente quiso hacer gala de sus conocimientos jurídicos: “¿No te parece fascinante, Elena? Hoy, mientras muchos celebran antiguas tradiciones, nuestro país está dando un gran paso hacia el futuro”, comenzó Carlos, su voz llena de entusiasmo.

Elena, con una mezcla de sorpresa y curiosidad, se volvió hacia él, “¿A qué te refieres exactamente?”

“Me refiero a la promulgación de la nueva Constitución, claro está. Hoy, 5 de febrero de 1917, estamos presenciando el nacimiento de un México más libre, más justo. ¿No te parece un tanto anticuado aferrarse a tradiciones religiosas cuando desde 1857 los juristas hemos buscado dedicar este día a nuestra Carta Magna?”

El tono de Carlos, aunque apasionado, rozaba la condescendencia. Elena, sintiéndose desafiada y algo herida en su fe, replicó, “Las tradiciones dan sentido y continuidad a nuestra identidad, Carlos. No podemos simplemente descartarlas porque el mundo está cambiando. La fe y la historia son el alma de nuestra nación, tanto como sus leyes.”

Carlos sonrió, un tanto divertido y un tanto incrédulo: “Elena, eres una idealista. Mira a tu alrededor; estamos en el umbral de una nueva era. ¿Realmente crees que, en unos años, alguien recordará las festividades de ese Santo, cuando la gente vea a su país prosperar en la igualdad y la libertad?”

Elena, firme en su convicción, reviró: “La fe y las tradiciones sostienen a las personas en tiempos de cambio. No se trata de olvidar todo, Carlos, sino de recordar lo mejor de nuestro pasado.”

La fe firme en san Felipe de Jesús

Ante la determinación en los ojos de Elena, Carlos dio un paso atrás, dándose cuenta de que había cruzado una línea. “Tal vez tengas razón, Elena. Quizás haya espacio para ambos, la tradición y el cambio.”

Sin embargo, Elena ya se había alejado, buscando refugio en la serenidad de la Catedral. Allí, frente al cuadro de San Felipe de Jesús, murmuró: “San Felipe, no escuches esas tonterías, tú eres el patrono de esta gran ciudad y sus habitantes nunca olvidarán que el 5 de febrero es la fiesta de tu sacrificio, aunque promulguen mil leyes en esta fecha, siempre habrá alguien que recuerde la verdad.”

Oliver Galindo Ávila

Abogado egresado de la Universidad Panamericana, socio en Regalado y Galindo abogados, donde dirige la práctica de propiedad intelectual. Ha publicado artículos en diferentes medios de comunicación.

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