Llega la época de Cuaresma y en discusiones católicas se pone sobre la mesa la importancia, actualidad o necesidad de los sacrificios. De entrada, sacrificio es una palabra que parece desentonar con el mundo moderno, suena a vestigios de tiempos pasados. Además, cabe preguntarnos por qué buscamos sacrificios cuando Dios lo que quiere es misericordia (Oseas 6,6; Mateo 9, 10-13; Mateo 12, 1-8).
Tradicionalmente, la Cuaresma es una época de penitencia, en preparación para la celebración del gran misterio de la fe. Las vías que históricamente dio la Iglesia para cumplir con este carácter penitencial fueron la oración, el ayuno y la limosna. Las últimas dos tienen particular relevancia con el pensamiento social cristiano.
En primer lugar, bíblicamente el ayuno tiene un significado mayor a la mera abstención de alimentos o bebidas. Se relaciona con el fortalecimiento del espíritu a través de la disciplina que separa de la rutina y ayuda a conectarse de mejor manera con Dios, al mismo tiempo que se reconocía la propia miseria humana. Así, en la biblia encontramos que se ayunaba 1) para estar atentos espiritualmente a la tentación; (Mateo 4, 2) 2) para conocer la voluntad de Dios; (Jueces 20, 26; Hechos 14, 23) 3) para mostrar arrepentimiento; (1 Samuel 7,6; 2 Samuel 12, 16; Daniel 9, 3; Jonás 3, 5) 4) para implorar la protección divina; (2 Crónicas 20, 3; Esdras 8, 21-28) 5) como parte de la adoración (Lucas 2, 36-37; Hechos 13, 2-3) y 6) como símbolo de tristeza (1 Samuel 31, 13; 2 Samuel 12, 16-23).
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Si embargo, el ayuno conlleva el gran riesgo de dejar de lado la dimensión espiritual y trascendente de la práctica para concentrase en la abstención de alimentos, reducido a un mero ritualismo. Esta reducción es severamente criticada por los padres de la Iglesia. Por ejemplo, es célebre la sentencia de San Juan Crisóstomo: “¿De qué te sirve no comer carne, si devoras a tu hermano?” Con esta pregunta tan severa, no pretende abolir el ayuno, sino devolverlo a su sentido verdadero: renunciar a todas las actitudes, pensamientos y deseos desordenados y entregarse a las y los hermanos en necesidad. En efecto, si despojamos al ayuno de su sentido espiritual se vuelve un rito vacío que es totalmente inútil. ¿Qué tenemos que hacer? Ayunar con pleno sentido penitencial y abierto al amor.
Lo cual nos lleva a la tercera vía: la limosna. Lamentablemente, la práctica asistencialista que perduró durante siglos han hecho que la misma palabra caridad se entienda como sinónimo de la limosna como práctica asistencial y marginal. Los padres de la Iglesia señalan la centralidad de la ayuda al prójimo en necesidad dentro de la vida cristiana. En este sentido, hay que rescatar a la caridad de su comprensión paternalista, de dar lo que sobra para acallar las conciencias, y recuperar su verdadera acepción como amor: denuncia profética de las condiciones estructurales que genera, reproducen y perpetúan la pobreza y las desigualdades al tiempo que anuncia (y construye las condiciones que permitirán) la llegada del Reino de Dios y su justicia.
En este sentido, las vías penitenciales de oración, ayuno y caridad son sacrificios no porque implican una renuncia por la renuncia, por mero ritualismo, sino porque implica una renuncia que permitirá a las y los creyentes darse verdaderamente a Dios y al prójimo, sin olvidar la sentencia joánica de que quien ama a Dios, pero aborrece al hermano miente y la verdad no está en él.
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