Desde aquellos tiempos en que la escuela era un privilegio, hasta nuestros días en que casi todos los niños van a la escuela, han transcurrido páginas gloriosas de nuestra historia. La escuela obligatoria es un derecho humano.
Un pueblo que no tiene instrucción está condenado a la servidumbre, a la esclavitud.
Desgraciadamente, según los organismos internacionales, México sigue siendo un país prácticamente analfabeta ya que casi no leemos, y lo que leemos no lo comprendemos. Esto debe provocar una campaña emergente e intensiva de parte de toda la sociedad para lograr que nuestros niños, la nueva generación, aprendan a amar la lectura de buenos libros.
Si la ignorancia es enemiga de la libertad del hombre en lo humano, cuánto y más será enemiga de la salvación del hombre en lo espiritual. Nuestro pueblo católico mexicano sufre una ignorancia tremenda en lo religioso, no conocemos nuestra religión, y esta situación es dañina.
Por no conocer nuestra religión, fácilmente nos apartamos de sus normas morales y nos volvemos un pueblo violento, corrupto y explotado. Así somos.
Por no conocerla, se multiplican los divorcios, las madres solteras, los abortos. Se desintegra la familia, valor tan importante para nosotros.
Por no conocerla, se inventan nuevas formas de religión, que van desde el tratar de revivir la antigua religión prehispánica hasta los adoradores de los platillos voladores, pasando por las viejas formas, siempre actuales, de brujería y superstición.
Por no conocerla, muchos católicos ingresan a otras religiones cristianas y sectas buscando allí lo que nunca buscaron en su propia Iglesia.
Y, lo que es todavía más triste, por no conocerla muchos católicos viven como ateos prácticos sin ningún remordimiento de conciencia.
Es muy cierto que la religiosidad popular heredada de nuestros mayores ha sido de gran ayuda para mantener la fe, pero también es cierto que una religiosidad sin fundamento doctrinal se vuelve fácilmente fanatismo.
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Entre las buenas tradiciones del pueblo católico está el amor a la Primera Comunión.
Gracias a eso, los pastores de la Iglesia tenemos la oportunidad de dar, por lo menos, una breve instrucción religiosa a nuestros fieles en esa etapa tan importante que es la niñez.
Por desgracia, ese catecismo es algo que se acepta como un mal necesario para poder hacer la Primera Comunión. Tan pronto como los niños la hacen, jamás vuelven a poner los pies en la Iglesia. Nos decía un sacerdote que en lugar de ser el día de la Primera Comunión debería de ser el día de la excomunión.
Es penoso ver cómo los mismos padres que buscan para sus hijos la mejor escuela del rumbo, que les pagan horas extras y cursos de lo inimaginable, son los padres que procuran que sus hijos vayan al catecismo el menor tiempo posible.
¿Cómo hacer para que el catecismo sea algo agradable, útil y buscado como necesario por los padres de familia? Ese es el reto para los pastores de la Iglesia.
Como en el caso de la escuela, también en el catecismo son los padres de familia los que tienen la obligación y el derecho de educar a sus hijos.
Y así como en la escuela el Estado subsidia a los padres en el cumplimiento de esta obligación proporcionándoles escuelas, maestros y hasta libros, así en lo religioso toca a la Iglesia, y en especial a la parroquia y a las escuelas católicas, proporcionar a los padres de familia un subsidio para cumplir con la obligación, grave por cierto, de educar cristianamente a los hijos.
El catecismo no debe ser solamente para preparar a los niños a recibir sus sacramentos de iniciación; debe ser la actividad normal de todo niño católico, y de todo joven, en su edad escolar.
El catecismo no sólo instruye en la doctrina, sino que da al niño la oportunidad de vivir en comunidad su fe. Es la forma de vivir el ser Iglesia. Por lo tanto el niño deberá seguir asistiendo al catecismo durante muchos años. Ojalá pudiéramos lograrlo para acabar con esa ignorancia que tanto daña a los católicos.
El mejor catequista es el padre o la madre de familia. Esa es una meta que se tendrá que conseguir en cada parroquia: que sean los papás los que enseñen a sus hijos.
Mientras tanto, la comunidad suple con el trabajo voluntario de tantos laicos generosos que se prestan a ayudar a niños que no son sus hijos. ¡Cuánto debemos a los catequistas!
Cuando en mi parroquia algún padre de familia se queja de un catequistas, yo le digo: “Tiene usted toda la razón. ¿Por qué no nos ayuda dándole usted catecismo a sus hijos?”
Mientras tanto es laudable todo el esfuerzo que nuestros catequistas hacen por formarse por medio de cursos y de estudio personal. Dios, ciertamente, se lo pagará.
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