¡Cómo duele la muerte de un ser querido! Nos sentimos desgarrados, divididos, incompletos. Pensamos que es injusta la separación, que todavía lo necesitábamos… ¡que siempre lo necesitaríamos! Y no nos acostumbramos.
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Se nos van muriendo poco a poco aquellos a quienes amamos, con quienes compartimos nuestra vida. Se nos van y nos dejan una soledad creciente.
“¿Dios se lo llevó?”
Así nos dicen nuestros amigos para consolar nuestro dolor y entonces surge en nuestro corazón un resentimiento contra Dios.
¡No es cierto! La muerte no es de Dios, no viene de Dios, no entraba en el plan de Dios. Es más; ¡Dios pone remedio a la Muerte! Para eso nos envió a su Hijo amado, Jesucristo, para librarnos de la muerte y darnos la esperanza de la resurrección.
La muerte entró por el pecado. La muerte es, además, un fenómeno físico natural, propio de nuestro cuerpo que obedece las leyes de nacer, crecer, devenir y morir. Es la triste realidad, y si nos duele la muerte de los demás, ¡morir nosotros mismos nos aterra!La Fe, consuelo a nuestro dolor
No morimos. Si bien tuvimos principio y alguno vez comenzamos a vivir, nuestro espíritu creado por Dios es inmortal. El cuerpo muere, el espíritu permanece en espera del día de la resurrección en el que volveremos a estar integrados cuerpo y alma.
Resulta, pues, que somos peregrinos en este valle de lágrimas y caminamos siempre hacia la verdadera vida. Hoy merecemos, labramos nuestro futuro; el mañana es la verdadera vida y no tendrá fin.
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La Iglesia celebra la muerte de los santos porque es un verdadero nacimiento a la vida eterna. Si tuviéramos fe, aunque fuera una fe chiquita como la semilla de mostaza de la que nos habló Jesús, la muerte sería una buena noticia. Sería, sí, un paso amargo, porque siempre la muerte será un mal, pero que una vez dado nos hace llegar a la plenitud de la felicidad.
Creemos en el cielo. Si tuviéramos aunque fuera una fe chiquitita, comprenderíamos que nuestros seres queridos han llegado a la tierra prometida y nos alegraríamos por ellos, aunque siguiéramos llorando su ausencia.
El amor permanece. Permanece la conciencia. No nos perderemos en la infinitud del amor divino. Seguiremos siendo un yo afirmado y perfeccionado. Amaremos, pero con un amor pleno, sin egoísmos ni envidias, sin rencores ni odios. El amor vence a la muerte: la Iglesia llama a esta realidad la Comunión de los Santos.
Aquí entra el misterio de la libertad humana. Dios respeta nuestra libertad hasta la última consecuencia. Nuestra vida es una elección que se puede expresar de una forma muy sencilla; “¿con quién te vas?”, y hasta el último momento consciente de nuestra vida, podemos dar respuesta a esa pregunta.
Si elegimos a Dios, con sincera decisión, ¡ya la hicimos! Nos salvamos. Pero si, por nefasto orgullo, elegimos a no-Dios, ¡estaremos eternamente perdidos! Nos condenaremos, a pesar del mismo Dios que, lleno de tristeza, se verá obligado a respetar nuestra libre opción. No digamos que Dios condena; somos nosotros los necios que elegimos la muerte eterna.
Porque creemos en el purgatorio.
Creemos que el gran amor que Dios nos tiene, nos perdona nuestros pecados mediante los sacramentos o mediante un acto de arrepentimiento sincero.
Pero, en justicia, tenemos que reparar los daños del mal que hicimos, esto se llama penitencia. Si morimos en paz con Dios nos salvamos, pero nos falta todavía pagar por nuestras culpas.
El purgatorio ya es el cielo, es la esperanza cierta de que estaremos con Dios, pero es el no poder ver todavía a Dios. Sufrimiento esperanzado que purifica y limpia al ser humano hasta que es digno de la gloria plena.
Los que están en el purgatorio ya no pueden merecer, no pueden pagar sus deudas haciendo el bien que les faltó hacer; ¡pero nosotros sí podemos hacerlo por ellos! Nuestro amor por ellos, manifestado en obras buenas hechas en su memoria, en oraciones por ellos, les merece la gloria.
Dios toma en cuenta nuestro amor. Por eso nuestro pueblo acostumbra hacer oraciones por los difuntos.
La Iglesia recuerda a los fieles difuntos el 2 de noviembre de cada año y concede indulgencia total aplicada a nuestros difuntos si asistimos a Misa, comulgamos debidamente confesados, y oramos por las intenciones del Papa.
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Administradora de los méritos de Cristo, la Iglesia concede a algunas acciones de culto un valor infinito, como la redención, y por lo tanto, puede prometer a las personas que las realizan la indulgencia plenaria de sus deudas, de los bienes que no han hecho para reparar sus faltas.
¿Quién puede dudar del valor infinito de la muerte y resurrección de Cristo? Aprovechemos esta oportunidad de merecer por nuestros difuntos.
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