Dios, en su infinita, nos creó libres y nos dio todo para ser felices. La primera narración teológica –“no científica”- de la Creación, en el Libro del Génesis, parte de la creación del mundo y, al final, los seres humanos somos el culmen de su creación; nos creó y nos encomendó el cuidado de la creación (Gn 1, y vio Dios que era bueno); que todo es para beneficio de los seres humanos, y dijo ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’, y Dios nos creó a su imagen y semejanza; hombre y mujer los creó (Gn 1, 26-31 – y vio Dios que era muy bueno).
En la segunda narración del Libro del Génesis (Gn 2), sobre la creación, Dios hizo primero el cielo y la tierra, luego formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su nariz un aliento de vida y el hombre –Adán– fue un ser viviente. Como no había “nada”, crea para el hombre el –Jardín del Edén-, todo orientado a su creatura amada; para que no estuviera solo, creó a la mujer –Eva–.
Adán y Eva representan a la humanidad y juntos la procreación: “Crezcan y multiplíquense, dominen la tierra y todo lo que hay en ella; ese “dominio” significa cuidar y beneficiarse todos los hombres y de todas las épocas.
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Así, como nos introduce el primer Libro de la Sagrada Escritura –Génesis-, está claro que Dios quiere que el hombre sea feliz, le da todo su realización: vio que era bueno y lo entregó para que nada faltara a la humanidad, lo hizo libre para crecer y desarrollarse. Pero, el hombre cayó, fruto de su soberbia –mal uso de su libertad- (pecado original, la mancha y la inclinación a ser vencidos) quiso “ser como Dios”, fue tentado por el demonio –la serpiente- y cayeron; esa caída le llevó al hombre, “como castigo”, a trabajar por su sustento –expulsión del huerto del Edén- y la finitud de su vida terrena, volver al polvo de donde salimos. Pero no los abandonó ni nos abandona, sigue ofreciendo la salvación, porque quiere que seamos felices.
Retomo, vio Dios que era bueno, el mundo creado y el hombre, esto no fue Dios creador quien nos lo quitó –inocencia- sino el mismo ser humano en el uso incorrecto de su libertad: no nos abandonó, mantuvo su amor y la promesa un Salvador que nos devolvería la libertad perdida y las armas para vencer la esclavitud del pecado; por la gracia de Cristo, vamos recuperando y disfrutando de la felicidad.
El apóstol San Pablo nos recuerda en una de sus Cartas “si por un hombre –Adán- entró el pecado en el mundo, por un solo hombre –Cristo- nos llegó la redención, el perdón de los pecados y la salvación”. Nuestro feliz caminar en Cristo nos lleva a buscar la felicidad plena en el Reino eterno del Padre.
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La humanidad tiende a calificarse ¡feliz o infeliz! Es el deseo profundo, la lucha continua, las ansias del corazón. A veces nos desviamos cuando ponemos la felicidad en las cosas, en las personas, en el dinero, en la fama, etc. Decimos que la felicidad no la dan las riquezas, pero nos afanamos en poseer y acaparar, esto nos aleja de la Felicidad; llegaría a decir, busquemos la verdadera felicidad, no nos vayamos por espejismos.
Ser felices en Cristo no es ser amargados por lo que falta, es estar disfrutando de todos y de todo, es el anhelar ser mejores –buenos, como al origen-, romper dependencias y saber gustar de los pocos o muchos bienes; saber vivir y convivir en la armonía con los semejantes, sin discriminar ni despreciar. La preguntas pueden ser ¿Soy feliz? ¿Qué me falta para ser feliz?
Les comparto una experiencia personal: de niño crecí en un ambiente “pobre”, familia campesina, de trabajo diario de sol a sol, y con “muchas carencias”, pero muy muy feliz; tuve que salir, providencia de Dios, a la Ciudad de México, por una grave enfermedad; esa “desgracia” me llevó a poder curarme y de paso a estudiar; presumía que mi familia era pobre, me empezaron a mirar medio feo, con compasión de “pobrecito”.
Cambié, desde hace años, cuando presumo mis orígenes, que salí de una familia pobre y feliz, pues nada me faltó, tenía todo y nada me faltaba, amor de mis padres y hermanos, comida en mi mesa nunca faltó y un cálido techo para cobijarme. Lejos de la civilización, sin lujos, que tuve que ayudar en el trabajo del campo (nunca, ni ayer ni hoy, me sentí explotado; me siento agradecido y formado), colaboré con mis fuerzas y siempre tuve el testimonio y amor cuidadoso de mi familia; me enseñaron a agradecer, por eso afirmo y confirmo, ¡SOY FELIZ! Dios me quiere y me dejo querer.
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Saber vivir, descubrir dónde está la felicidad, que los problemas ni las enfermedades no excluyen ni van contra la felicidad. Si Dios me creó bueno y me sostiene en Él, es porque quiere que sea feliz! No la “reguemos”, tenemos todo, aprovechémonos de todo.
Nunca digas que Dios no quiere que seas feliz, mejor pídele y busca lo que nos da a manos llenas para ser felices; para eso nos creó, por ello envió a su Hijo muy amado a redimirnos, a quitarnos el yugo del pecado que pesaba sobre nuestros hombros, porque nos ama y nos quiere felices. Somos bendecidos, bienaventurados y dichosos; desde el principio en la creación.
*El P. Salvador Barba es el enlace para la Reconstrucción de los Templos de la Arquidiócesis Primada de México y colaborador de la Dimensión de Bienes Eclesiásticos de la misma Arquidiócesis.
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