Antes de dedicar su vida a Dios, el beato Sebastián de Aparicio (1502-1600) fue un importante hacendado y comerciante afincado en Puebla de los Ángeles.
Sebastián nació el 20 de enero de 1502 en el pueblo de Gudiña, de la provincia de Orense en España. Ahí fue pastor de ovejas hasta que decidió partir en barco hacia la Nueva España.
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Después de la caída de México Tenochtitlan, en 1521, la minería se convirtió en una prioridad y las exploraciones mineras fueron más importantes que las militares.
Nueva España requería de metales para hacer herramientas que sirvieran para cortar piedras en bloques y talar árboles para hacer vigas. Si bien el oro y la plata deslumbraban a los conquistadores, el hierro, el cobre, el estaño y el mercurio eran los metales que más necesitaban para el desarrollo urbano.
Las minas de Taxco fueron generosas ante las urgencias hispanas, y Zacatecas abrió nuevos horizontes con ricas vetas de estos metales.
La minería requería de hombres fuertes, y para aliviar la carga de los indígenas, Sebastián de Aparicio -a quien la Iglesia Católica le concede fiesta cada 25 de febrero-, comenzó a fabricar carretas tiradas por bestias. También se dio a la tarea de abrir caminos, los primeros en la actual República Mexicana.
Durante 9 años, Sebastián de Aparicio enseñó a los indios a usar la yunta y el azadón. Debió conocer a los primeros maestros de Talavera de la Reina, región de España, que llegaron a Puebla, donde él fijo su residencia a partir de 1533. Sebastián de Aparicio hizo fortuna al domesticar animales y fabricar ruedas para sus carretas.
Cuando tenía 40 años, se trasladó a la Ciudad de México para trabajar como carretero, y era tan hábil en los negocios que compró una hacienda.
Con visión empresarial y espíritu de aventura, arregló los caminos para conectar a México con Puebla, Xalapa y Veracruz. Después de 1546 trabajó en la ruta de México a Zacatecas, no obstante que era peligrosa por la presencia de tribus chichimecas.
Sebastián de Aparicio acumuló fortunas. Fue dueño de una mina en Zacatecas y adquirió tres haciendas. Sin embargo, en 1552, vendió sus carros y empezó a realizar grandes obras de caridad.
Sebastián de Aparicio se casó a los 60 años, con una joven criolla que vivía en Chapultepec, pero enviudó. Luego, en 1565, se casó con otra mujer de condición humilde llamada María Esteban, quien vivía en Azcapotzalco, donde fundó el primer colegio de agricultores de la zona. Ella también murió poco tiempo después
A los 70 años, Sebastián ingresó como hermano lego con los franciscanos de la Ciudad de México, en la llamada Provincia del Santo Evangelio, y fue designado para tareas en Tecali y más tarde en Puebla, donde recolectaba en carreta donativos y limosnas para los pobres y para el convento.
La sencillez de este tipo de vida lo llenó y el 20 de diciembre de 1572; cedió sus propiedades a las religiosas de Santa Clara de México y se dedicó a servirlas en calidad de criado. Pocos meses después, pidió el hábito en el convento de San Francisco, donde fue recibido el 9 de junio de 1573. Un año más tarde hizo sus votos.
La biografía de Sebastián de Aparicio fue escrita por Fray Juan de Torquemada y publicada en 1602, en la imprenta del Colegio de la Santa Cruz de Tlaltelolco, cuya portada tiene un dibujo que revela que fue guardián en el convento de Tulancingo. Esta biografía fue reimpresa en Sevilla en 1615.
Sebastián de Aparicio murió en Puebla, el 25 de febrero de 1600, a los 98 años. Sus restos fueron exhumados 4 días después.
Entre el 2 y el 13 de mayo de 1768, el papa Clemente XIII reconoció la heroicidad de sus virtudes, por lo cual fue declarado como Venerable. El 17 de mayo de 1789, el Papa Pío VI lo beatificó.
Los restos de Sebastián de Aparicio están incorruptos en una urna en la Iglesia de San Francisco, en la capital poblana. Sin embargo, durante el proceso de beatificación, cuando se abrió su sepultura, “el notario que levantaba el inventario de todos los huesos se dio cuenta que curiosamente faltaba el cráneo, entonces tuvieron que hacer toda una investigación, para ver qué había sucedido con el cráneo -esto en el siglo XVIII- y fueron a encontrar que un fraile muy devoto de Sebastián de Aparicio había ido a abrir el sepulcro, o el lugar donde se encontraban sus restos, y se había llevado el cráneo a su celda”, según consta en las Memorias del Primer Encuentro sobre los Procesos de Beatificación y Canonización, de la Arquidiócesis Primada de México, del 23 de septiembre de 1998.
Al conmemorar los 400 años del fallecimiento del beato, una delegación española visitó México y trajo a exhibir una reliquia de Sebastián: su sombrero. Este acto de especial relevancia, estuvo enmarcado en el inicio de la remodelación del atrio de la Iglesia Grande del Ex convento de San Francisco, en la calle de Madero de la Ciudad de México, que emprendió el gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas, cuando fue Jefe de Gobierno del Distrito Federal.
Por su relación con los caminos y los transportes de México, Sebastián de Aparicio es patrono de las personas que prestan sus servicios a los pasajeros y de quienes lo invocan cuando sus vidas dependen de la pericia del volante. Con frecuencia se puede ver una estampa suya en taxis y autobuses, en los peseros o el Metro.
La semilla tecnológica que sembró el beato dio frutos en el México moderno: 365 119 kilómetros por donde transitan 2 700 millones de personas y 620 millones de toneladas de carga, que equivalen al 98 por ciento de los pasajeros y al 60 por ciento del tonelaje total de carga que circula en México.
¡Vaya que si tiene trabajo Sebastián de Aparicio, en el cielo, para atender todas las plegarias de los transportistas mexicanos y de sus pasajeros!
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