Valientes y firmes en la fe, ya que debemos primero obedecer a Dios, y después a los hombres.
El debate que hemos visto en los últimos años en torno al drama del aborto ha migrado del derecho universal e inalienable de todo ser humano a la vida, al “derecho de la mujer a decidir” si continúa o no con su embarazo. Ambos argumentos, entendidos desde una óptica elemental, parecen contraponerse, lo que ha generado una fuerte división en la sociedad mexicana. Y para comprender estos argumentos en su justa dimensión es indispensable profundizar en el actual contexto sociocultural.
Para la Iglesia Católica, el ser humano es creado por Dios desde el seno materno, y por ello, sostenemos que la vida es sagrada. Atentar, por lo tanto, contra la vida, es atentar contra Dios.
La Iglesia y la ciencia sostienen que cada individuo humano inicia la vida desde el momento mismo de su concepción, desde la conformación de un nuevo genoma humano individual y completo distinto del de sus padres. Esta realidad actualmente ya no está a debate.
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La instrucción “Donum vitae” de la Congregación para la Doctrina de la Fe recuerda que el ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de este momento se debe reconocer el derecho inviolable a la vida, de todo ser humano, y muy especialmente a quien no pueden defenderse.
Desde 1948, la Organización de las Naciones Unidas estableció varios derechos universales, uno de ellos es el Derecho a la Vida. Estos derechos son llamados “universales” porque afectan a toda la humanidad y, por lo tanto, son prioritarios.
Los derechos de la mujer, en cambio, son sectoriales, pues son sólo para una parte de la sociedad. Lo universal –nos recuerda el Papa Francisco– es mayor que lo sectorial, y por lo tanto, los derechos de la mujer no pueden ir en contra de los derechos universales, lo cual es un principio lógico.
La Iglesia tiene muy clara esta concepción y por ello, cuando se pronuncia en favor de la vida, no lo hace sólo desde su doctrina, sino también en coincidencia del ámbito civil y jurídico. Así también lo afirma y defiende ante la tragedia que sufre la mujer embarazada, que por diversas circunstancias, no desea continuar con la gestación del ser humano que lleva en su seno.
El fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación al declarar inconstitucional la penalización del aborto, está facilitando la falsa salida, cuando la mujer se encuentra con un embarazo inesperado y no deseado en situaciones de presión de distintas formas.
Algunos estudios elaborados por organizaciones de la Iglesia que atienden el llamado síndrome postaborto, así como los sacerdotes al administrar el Sacramento de la Reconciliación, damos testimonio que aproximadamente el 85% de las mujeres que acuden a esta práctica presentan graves secuelas en su salud física, emocional, moral, psicológica y espiritual. Son secuelas difíciles de superar, y que incluso muchas veces quedan para el resto de sus vidas.
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La Iglesia Católica consciente de este drama, condena el machismo cultural, que deja a la mujer sola ante un embarazo no deseado.
Por eso, la comunidad católica ofrece ayuda a las mujeres, antes, durante y después de dar a luz, a través de organizaciones dirigidas por laicos comprometidos, quienes hacen un esfuerzo heroico por salvar la vida del bebé y de la madre. Porque ambas vidas tienen el mismo valor y dignidad.
La Iglesia enfrenta hoy un reto mayúsculo que debe llevar a todos: obispos, sacerdotes, religiosas y laicos, a sumar esfuerzos para tender la mano a todas aquellas mujeres embarazadas en situación de vulnerabilidad. De ahora en adelante, debemos intensificar el acompañamiento y auxilio a la mujer que sufre este drama.
En la Iglesia tenemos la confianza que una multitud de hombres y mujeres de buena voluntad sabrán asumir el desafío con valentía y entereza, como durante muchos años lo han hecho en diferentes campos, especialmente en el ámbito legislativo, para defender la vida humana y su dignidad.
A todos ellos, expreso mi respeto y reconocimiento, y les recuerdo que ante las adversidades crece siempre el espíritu y la fortaleza del ser humano.
Ahora que pareciera una batalla perdida, asumamos el reto de trabajar más unidos y en colaboración, con la confianza en la ayuda divina, que genera siempre la esperanza de un mundo mejor.
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