Este artículo forma parte de una serie de Historias de fe en cuarentena, entrevistas a sacerdotes y laicos sobre el impacto que la pandemia ha tenido en sus vidas y cómo Dios los ha ayudado.
Cuando las víctimas de la pandemia se comenzaron a contar por miles cada día en Europa, en los primeros meses del año, el padre Adrián Lozano comprendió que el nuevo coronavirus llegaría pronto a México y que, cuando eso sucediera, la Iglesia debía estar preparada para atender espiritualmente a los enfermos.
“Yo pensaba: ‘¿y cuando llegue aquí qué va a pasar?’”, dijo en entrevista con Desde la fe. A los pocos días se enteró de que los sacerdotes Roberto Funes y Andrés Esteban López se estaban preparando para atender a los enfermos en sus casas y en las áreas COVID-19 de los hospitales y, aunque sentía mucho miedo, decidió buscarlos y trabajar juntos.
“Un doctor nos explicó muy bien todo, aunque nos animaba a hacerlo, nos dijo que era algo muy arriesgado (…) comencé a pensar que, cuando tuviera miedo, le pediría ayuda a la Virgen María, y le dejé a ella mis miedos.”
La primera vez que atendió un enfermo, el padre Adrián pensó que se había contagiado. “Me costó mucho, cometí muchísimos errores, me puse mal una bota y la llevaba arrastrando. A la salida, el cubrebocas se me enredó con los lentes”, recuerda divertido.
Los sacerdotes Roberto Funes y Andrés Esteban López, ambos de la Sociedad de los Cruzados de Cristo Rey, también veían con preocupación la llegada de los primeros casos a México.
“Aunque jamás imaginamos el grado de letalidad al que está llegando y al que puede llegar a tener, y precisamente por eso, la primera reflexión fue preguntarnos: ¿Qué vamos a hacer ante la posibilidad de que muchos puedan morir sin los Sacramentos?”, recuerda el padre Roberto.
Entonces, pusieron manos a la obra, consiguieron equipo de protección y los permisos para ingresar a instituciones como el Hospital General y Médica Sur, con el aval del Cardenal Carlos Aguiar, quien los nombró capellanes COVID-19 de la Arquidiócesis Primada de México.
Durante el peor momento de la pandemia, los padres Roberto y Andrés contrajeron el virus, pero pudieron vivir la enfermedad en aislamiento, sin hospitalización.
En cuanto se recuperaron completamente volvieron a la carga, atendiendo a los enfermos y a sus familias.
El padre Adrián resultó contagiado algunos meses más tarde, en octubre pasado, y luego de tres semanas de aislamiento en el Seminario Mayor, también está determinado a continuar con la labor que se planteó en el inicio de la pandemia.
“Por supuesto, siempre siguiendo las indicaciones de los médicos, pero me dijeron que podré hacerlo en un mes, cuando recupere mis defensas. Si Dios me lo concede, quiero regresar, porque me parte el corazón saber que hay enfermos en los hospitales y pensar en sus familiares, que saben que no son visitados”.
“Creo que ahora puedo ser más comprensivo porque algo de lo que ellos están sintiendo yo ya lo sentí”.
Pese a que sabían el riesgo, el padre Andrés aclara que nunca hubo temeridad de su parte.
“Nunca fue una decisión ciega, nos documentamos e investigamos todo lo que había disponible de información científica, cierta y validada de lo que se estaba viviendo tanto en España como en Italia, lo que comenzaba en Estados Unidos y lo que se había vivido en China”.
“Todos los teólogos morales dicen, por unanimidad, que no es temerario que un sacerdote lleve los sacramentos a los enfermos de enfermedades infecciosas como la peste u otras semejantes; por el contrario, es algo virtuoso, es parte de la virtud de la caridad y es una de las expresiones de la caridad heroica”.
La labor de los capellanes COVID-19 continuará mientras el virus siga.
“Es una experiencia que ha sido posible como Iglesia –reflexiona el padre Adrián-; yo sólo no hubiera podido, pero con ellos, como testimonio y como impulso, lo hemos podido hacer, bajo el cobijo de María y haciendo presente el amor de Jesús”.
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