La vida eterna es un regalo de Dios que Jesús ganó para la humanidad al morir en la cruz, y consiste en vivir eternamente con nuestro Creador después de la muerte terrena. En principio, el hombre fue hecho para vivir eternamente, pero el pecado ocasionó una ruptura con Dios y, como consecuencia, la muerte. Sin embargo, nuestro Padre, en su infinito amor, ideó un plan para salvarnos y darnos la vida eterna: el sacrificio de su Hijo, por quien se da este regalo inmerecido a todo el que cree en Él y vive conforme a sus principios, alcanzando así la salvación.
Bíblicamente, la salvación no se obtiene por todas las buenas acciones que alguien pueda tener en su haber, pues ésta se da por la gran misericordia de Dios a quien cree en su Hijo Jesucristo. Sin embargo, las obras de los seres humanos son importantes, en el sentido de que toda aquella persona que asegura tener fe, debe mostrarlo con acciones de arrepentimiento y obras dignas. “El que dice tener fe y no practica buenas obras de amor es mentiroso y no es salvo (Santiago 2,14-26).
Así, de acuerdo con nuestra fe católica, todo aquel que es salvo por su fe en Jesús, manifestada a través de sus buenas acciones, estará para siempre con Dios, sin hambre, sin miedo y sin dolor, después de su muerte terrena.
El Papa Francisco ha pedido reiteradamente, como lo hizo a finales del año pasado frente a los miembros de la comunidad académica del Vaticano, que el tema de la belleza de la vida eterna ocupe cada vez un lugar más central en la evangelización, ya que la gracia de la eternidad no ha sido suficientemente anunciada.
Ha dicho que, a pesar de la importancia de este tema y de su centralidad en la fe cristiana, la reflexiones al respecto “no encuentran el espacio y la atención que se merece, ni en la catequesis ni en las celebraciones; en ocasiones, incluso da la impresión de que el tema de la vida eterna se olvida y se deja fuera voluntariamente porque, aparentemente, resulta lejano, extraño a la vida diaria y a la sensibilidad contemporánea”.
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