Estaba leyendo en el diario de santa Faustina Kowalska, algo que me llamó la atención.
Un día Jesús le mandó que fuera a cierto lugar a realizar un encargo, pero que antes le pidiera permiso a la superiora del convento. Santa Faustina fue a hablar con ésta, sin decirle por qué era que quería ir a aquel lugar. La superiora le negó el permiso. Cuando santa Faustina le dijo a Jesús que la superiora no le permitía ir, Él respondió: ‘está bien, obedece a tu superiora’. Me sorprendió que no dijo: ‘¡¿Cómo que no te dio permiso?, pues ¡ve y dile a tu superiora que en este mismo instante te permita ir, que lo mando Yo!!’ Sólo le recomendó que obedeciera a su superiora, y que ya se encargaría Él de que ésta cambiara de opinión (lo cual pasó al día siguiente).
Esto me recordó una anécdota sobre santa Teresa de Ávila que narra san Francisco de Sales en la ‘Introducción a la vida devota’. Dice que a santa Teresa le parecieron admirables las penitencias que hacía cierta religiosa, y quiso imitarla. Le pidió permiso a su confesor y éste le dijo que no. Ella, convencida de que su confesor estaba equivocado porque no captaba el valor de esas penitencias, decidió hacerlas. Entonces Jesús se le apareció y le dijo que para Él era mucho más valioso que ella obedeciera a su confesor a que hiciera penitencia.
Ambos ejemplos muestran que el Señor valora nuestra obediencia, quiere que cumplamos Su voluntad, que seamos dóciles a lo que nos pide. Por eso el diablo intenta siempre empujarnos a desobedecer, a seguir nuestras propias ocurrencias e inclinaciones, a creer que sabemos mejor que Dios lo que nos conviene. Empezó con Adán y Eva, y no ha parado desde entonces. Pero la desobediencia a la voluntad de Dios nunca es buena idea. Trae siempre negativas consecuencias.
Un ejemplo: Los confesores conocen la norma según la cual para que el Sacramento de la Confesión sea válido debe ser presencial, es decir, que quien se confiesa y el confesor dialoguen directamente, sea en un confesionario o cara a cara. Cumplir esto en tiempos de pandemia, teniendo que guardar ‘sana distancia’ es difícil, pero no imposible. Muchos confesores se las han ingeniado. Además de usar cubrebocas y careta, han colocado en sus iglesias mamparas o bastidores con plástico transparente e incluso salen a caminar con los confesados (cada uno avanza mirando al frente, que según la OMS es un modo seguro de conversar sin contagiarse).
Pero también hay quienes consideran que la situación justifica que desobedezcan lo que pide la Iglesia, y confiesan por teléfono e internet. Seguramente lo hacen por caridad y tienen buena intención, pero así no sólo es inválida la absolución (los confesados tendrán que volverse a confesar), sino que sin querer ponen en grave riesgo el sigilo sacramental. Un sacerdote anuncia en redes que hace confesiones por videollamada. Unos jóvenes queriendo divertirse, intervienen fácilmente el internet del padre para enterarse de lo que la gente confiesa. Pero luego se les ocurre llamarla para extorsionarla, amenazándola con subir sus ‘confesiones’ al internet y hacerlas ‘virales’ para que todo mundo se entere de sus pecados, si no les pagan lo que exigen.
Otros confesores, para cumplir el requisito de Confesión presencial, se paran frente a quien se confiesa, pero a varios metros, comunicándose por celular. Ignoran que en internet hay tutoriales sobre cómo intervenir un celular, ¡hasta un niño puede hacerlo! ¡Adiós secreto de Confesión! ¡Lo que se confiesa así no está seguro! ¡Cualquiera puede enterarse y hacer mal uso de ello!
Una gran ventaja que tenemos los católicos es que contamos con la sabiduría de la Iglesia, nuestra Madre y Maestra, que bajo la guía del Espíritu Santo sabe siempre qué es lo mejor, tiene razones sólidas y siempre válidas para las normas que nos ha venido proponiendo desde hace veinte siglos. No tenemos que inventar el hilo negro, irnos por la libre, innovar a ver qué pasa, quebrarnos la cabeza. Se nos pide, simplemente, obediencia.
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