“Señor, cuando llegues a tu Reino, acuérdate de mí”. Jesús le respondió:
“Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 42-43).
Esta respuesta de Jesús a Dimas, que coloquialmente decimos, el buen ladrón, que en el último instante de su vida se robó el Paraíso, está dirigida este Domingo a nosotros. Preguntémonos si también queremos que Jesús se acuerde de nosotros, cuando llegue a su Reino.
Por eso, debemos elevar nuestro ruego a Jesús, de la misma manera que lo hizo Dimas, reconociendo que Jesús ningún mal ha hecho, por el contrario, lo ha entregado todo, para darnos a conocer a nuestro Padre Dios, como indica San Pablo en la Segunda Lectura: Dios quiso que en Cristo habitara toda plenitud y por Él quiso reconciliar consigo todas las cosas, del cielo y de la tierra, y darles la paz por medio de su sangre, derramada en la cruz (Col 1, 19-20).
El Reino de Dios, que anunció Jesús lo inauguró Él mismo, al encarnarse en estas tierras, del seno de María, y al invitarnos para pertenecer a la comunidad de sus discípulos, asumiendo el estilo de vida de la primera comunidad apostólica.
La Iglesia es la comunidad de los discípulos de Jesús, que prolonga su misión, de generación en generación, a través de los siglos, transmitiendo las enseñanzas de Jesús, y dando testimonio de la presencia del Reino de Dios.
Por eso, la Iglesia, como Jesús, debe encarnarse, es decir, hacerse presente en los diferentes contextos de vida de los pueblos y naciones de la tierra; y tal encarnación es para redimir, es decir, para levantar al hombre caído, sea cual sea su pecado y sus errores cometidos. Jesús vino a perdonar, y reconciliar para llevar a la comunión con Dios y con los hermanos, a ofrecer una oportunidad de recibir la vida nueva, la vida en el Espíritu.
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La misión de la Iglesia se fundamenta siempre en la vida de Jesús. De ahí la importancia que la formación discipular de todo cristiano, sea conocer los Evangelios, los medite y comparta en familia, en pequeños grupos, o en algún ambiente de la comunidad parroquial o diocesana, lo que el Espíritu Santo mueve en su corazón, para discernir lo que Dios Padre, quiere que realizamos para ofrecerlo a los hombres de buena voluntad, dispuestos por el Espíritu Santo, a recibir la Buena Nueva del Reino de Dios.
Para conocer mejor la vida de Jesús y sus apóstoles, disponemos ahora de la facilidad de peregrinar en estas tierras de Galilea y de Judea, escenario que permite a todo creyente en su palabra, contextualizar las narraciones de los Evangelios, y ayudar a nuestra meditación para responder a la llamada de Jesús y participar del Reino de Dios, desde esta vida terrena, y llegar a su plenitud en la Casa de Padre.
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De ahí la importancia de la Inauguración de este complejo de Magdala que realizamos hoy, con inmensa alegría, y profundamente agradecidos a Dios Padre, entregamos en esta Eucaristía, para que quienes la visiten sea muy fecunda su estancia y fortalezcan su convicción de transmitir a las nuevas generaciones, la Buena Nueva, proclamada por Jesucristo, precisamente en esta bella región del Lago de Galilea.
Por eso, pedimos, con corazón agradecido, que Dios bendiga y recompense abundantemente a todos, los que de una u otra forma, han cooperado para que este proyecto sea una realidad, y tenga abundante frutos.
Pidamos, por intercesión de Santa María Magdalena, originaria de Magdala, de los Apóstoles, residentes de las riveras de este Lago, y de María, la Madre de Jesús, para que Dios Padre envíe el Espíritu Santo, a los peregrinos y servidores de este complejo, como lo envió para conducir a Jesús en la misión de encarnarse y redimir a la humanidad, haciendo realidad la presencia misericordiosa de Dios en el mundo. ¡Que así sea!
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