En 1985 yo tenía 15 años de edad y vivía en el Multifamiliar Juárez, ubicado en la colonia Roma. Éste, para quien no lo recuerde, era un edificio grande ubicado en la calle Antonio M. Anza y Coahuila; tenía 15 pisos. Vivíamos ahí mis papás, mis dos hermanas, de 12 y 17 años, un hermano de 10, y yo.
Aquella mañana del jueves 19 de septiembre, mi hermana la mayor había salido muy temprano, como a las 06:30 horas, pues daba clases y estudiaba. Todos los demás estábamos en la casa arreglándonos para ir a la escuela.
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Ese día mi mamá se encontraba en la cocina preparándonos el “lunch”. En la mesa estaban desayunando mi papá y mis hermanos; sólo faltaba yo, había terminado de ponerme los calcetines y me faltaban los zapatos.
En ese momento escuché decir a mi Papá que estaba temblando y pidió que nos reuniéramos, como en otras ocasiones, en cierta área del departamento que él consideraba segura. Yo no encontraba mis zapatos y eso me retrasó para reunirme con los demás.
Comencé a sentir que el edificio se movía cada vez más fuerte. Volví a escuchar el grito de mi papá, quien me pedía que fuera hacia donde estaban todos; de pronto, un movimiento brusco me hizo tambalear y salí del cuarto corriendo y muy asustada; por cierto, sin zapatos.
Llegué finalmente hasta donde estaba mi familia. En ese momento mi papá nos abrazó mientras veíamos cómo la pared de uno de los cuartos de la casa empezaba a desprenderse.
Comenzaron a escucharse ruidos muy fuertes –como si una bomba hubiera caído en el edificio– acompañados de gritos. Voltee hacia la sala y pude ver cómo la herrería de las ventas comenzaba a doblarse al tiempo que los cristales salían volando en todas direcciones.
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El ruido era cada vez más fuerte y lo último que alcancé a escuchar fue a mi papá, que decía: “Sí morimos… vamos a morir juntos”. Fue entonces que cerré los ojos y sólo pensé en Dios Nuestro Señor. Le pedí que nos ayudara, que nos salvara, y mi mente se puso en blanco; oí como si un volcán hubiera estallado y luego un prolongado silencio seguido de una ráfaga de gritos muy lejanos.
Al abrir los ojos, pensé que ya estaba muerta, pues lo único que observaba era algo así como un camino de nubes y no tenía miedo. De pronto, en medio de ese silencio escuché la voz de mi papá que nos preguntaba: “¿Están todos bien?”, todos contestamos al unísono “¡Sííííííííí!” Hasta entonces que me di cuenta que estábamos vivos.
Como dije antes, vivíamos en el 6° piso. Los nueve pisos de arriba increíblemente cayeron hacia una explanada ubicada a un costado del edificio y no sobre nosotros. Del primero al sexto piso se hundieron, así que quedamos justo arriba de los escombros, sólo nos cubría la mesa del comedor, ya sin patas, y un pedazo de losa que finalmente nos protegió.
Fue como si Dios nos hubiera tomado entre sus manos para protegernos y luego nos hubiera colocado sobre los escombros. Nunca sentimos un solo golpe.
Unos paramédicos de la Cruz Roja y algunos voluntarios fueron quienes nos ayudaron a bajar de los escombros.
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Hoy puedo decir que volvimos a nacer, por eso quiero dar mi testimonio de que Dios es lo más grande; le doy gracias con toda mi alma por habernos salvado de aquella terrible catástrofe que recuerdo como si hubiera sido ayer.
Helenia Espinosa
Distrito Federal
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