“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí” (Mt. 10,37). En estas palabras de Jesús, el padre Juan Jesús Priego encuentra uno de los grandes fundamentos de la vida. Él mismo puso a Cristo por encima de su padre; antes que al hombre al que más ha admirado y respetado; y no era para menos, pues don Carlos Priego Pardiñas sabía ganarse el cariño de la gente, sobre todo de la más necesitada, ¡cuánto más de su familia!
Y es que don Carlos era de un corazón tan noble y de un espíritu tan diligente, que en Tamazunchale (San Luis Potosí) fundó unas 60 escuelas, a fin de que la gente de escasos recursos tuviera acceso a la educación.
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Pero además, era de religiosidad tal, que la Misa y los Rosarios eran parte esencial de su vida. Baste decir que, por la década de los 70, cuando la familia Priego Rivera viajaba con frecuencia de San Luis a Tamazunchale, don Carlos utilizaba el trayecto para rezar todos los misterios del Santo Rosario.
“Eso no significaba -refiere el padre Priego, hoy vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí-, que yo siguiera con muchísimo gusto sus rezos; más bien me defendía de rezar”.
Cuando adolescente, más que adoptar las costumbres religiosas don Carlos, el padre Priego sentía una fuerte inclinación hacia su lado intelectual. “Mi casa prácticamente eran libreros, y a mí encantaba leer; además, la física y las matemáticas me apasionaban. Cuando comencé a estudiar Ingeniería Agroindustrial, estaba convencido de que eso era lo mío”.
Ya estaba en el segundo semestre de la carrera, cuando la vida, sin previo aviso de curva, dio para él un cambio de rumbo.
“Alguien me invitó a un retiro -refiere el padre Juan Jesús Priego-, al que por supuesto no pensaba ir. En realidad asistí obligado. Pero en esos tres días algo se movió dentro de mí, tanto que se me quitaron las ganas de seguir estudiando la carrera. Sentía de pronto un gran disgusto por lo que estaba haciendo, y un gran atractivo por las cosas de Jesús”.
Pensó entonces en ingresar al Seminario. Se lo comentó a don Carlos; pero éste no lo aprobó. “Mi papá estaba decidido a no dejarme ser seminarista. De manera que fui a hablar con el párroco de Tamazunchale, el padre Salvador Cisneros, para decirle que mi papá no me daba permiso entrar al Seminario”.
El padre Salvador mandó llamar a don Carlos; entre ellos se conocían muy bien, y sostuvieron una conversación en su oficina, mientras él aguardaba afuera. “Finalmente -dice el padre Priego-, mi papá salió de la oficina del señor cura, me dijo “¡Ganaste!”, y no me volvió a dirigir la palabra en dos años”.
“Yo admiraba a mi padre -señala-, me sentía orgulloso él; pero tuve que tomar esa decisión. Amar más a Jesús que a tus padres no significa que a ellos debas despreciarlos, ni que debas darles la espalda, ni tratarlos mal; significa defender el camino al que Él te llama”.
Cuando estudiaba en el Seminario, su madre sufría porque creía que el sacerdocio implicaba vivir con mucha soledad. “Además -considera el padre-, a mi mamá seguramente también le atormentaba el hecho de que en los pueblos el sacerdote siempre ha sido la comidilla de la gente. Y eran comprensibles sus preocupaciones”.
Mientras cursaba el segundo de Filosofía, su madre falleció, y fue entonces cuando se restablecieron los lazos con su padre, quien poco a poco fue aceptando la idea de que él fuera sacerdote.
Muchos años después, a su padre le vendría un antiguo recuerdo. “En el año 2011 -refiere el padre Priego-, cierto día en que me hallaba internado, tuve la oportunidad de estar a solas con mi papá. ‘Fíjate, hijo -me platicó-, tú naciste de un parto muy difícil. Cuando yo llegué a casa, a tu madre se le había reventado la fuente, se hallaba desmayada y el médico del pueblo no estaba. Fui aprisa a buscar partera, porque tú peligrabas. Entonces le hice una promesa a Dios: ‘Si nace bien, te lo doy’. A mí se me olvidó, pero a Dios no’”.
Lo más valioso que don Carlos le dejó, fue el gusto por la literatura; los libros lo han acompañado desde pequeño. Y para contribuir con su granito de arena al mundo de las letras, ha escrito algunas obras: El amor, la muerte y el tiempo, La sonrisa del ángel y Tiempo y silencio.
“Fue en el hogar donde nació mi amor por la literatura -refiere-, y a la fecha es algo que conservo. Si bien hay infinidad de libros, también infinidad de maneras de leerlos, y yo elegí la forma cristiana. No lees una novela para evangelizar, pero ella solita te va entregando elementos que puedes engarzar con la fe. La literatura no esta hecha para dar respuestas, pero sí suscita grandes preguntas que necesitan ser iluminadas. En suma, en la literatura encuentras la vida en toda su problematicidad”.
Es así que el padre Juan Jesús Priego ha encontrado un fondo cristiano en novelas como Cuando silvo, de Shusaku Endo; Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams con; El Festín de Babel, de Isak Dinesen, e incluso en Todos los hombres son mortales, una novela escrita por Simone de Beauvoir, una autora marcadamente atea.
“Simone de Beauvoir -explica el padre Juan Jesús Priego- relata la historia de un hombre que bebe el elixir de la vida, así que nada lo va a hacer morir. Se casa y su familia muere. Se vuelve a casar y lo mismo. Hasta que una mujer descubre su secreto y le dice: ‘Tú seguirás conociendo mujeres, y yo de aquí a mil años si acaso seré para ti un pensamiento, o la sombra de un pensamiento’… Así que cuando he celebrado algunas bodas, le he dicho a los novios: ‘Si tuviera mil vidas, sin problema te doy una y me quedo con las restantes; pero no tengo otra, te doy la única, y eso es el amor… ¡Es justo lo que hizo Jesús!”.
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