María no tenía ningún vínculo con la religión; más aún, odiaba todo lo que “oliera” a Iglesia, y especialmente a Jesucristo, a su cruz y a los sacerdotes, pues tenía la firme idea de que el catolicismo era el gran engaño de todos los tiempos. Como feminista, pro-aborto, pro-divorcio y “pro-todo lo que entrara en conflicto con la Iglesia”, era para ella un privilegio trabajar para una clínica abortista de renombre, empleo que además le daba para pagar la hipoteca de la casa en la que vivía con su esposo y llevar una vida cómoda.
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“Yo no sentía ningún remordimiento al participar en los abortos –asegura–, pues estaba convencida de que hacía el bien. Pero eso lo terminé creyendo después de haberme repetido incontables veces que mi trabajo tenía que ver con la justicia social, con la defensa de los derechos de la mujer y con otras justificaciones que terminaron por silenciar el reclamo que en un inicio me hacía la conciencia”.
Como ella era una “profesional de los quirófanos”, los propios médicos comenzaron a decirle que tenía mucho potencial y a sugerirle hacer una especialización. Así, María decidió trasladarse a Barcelona, donde estudió Fisioterapia; al final instaló un consultorio que resultó todo un éxito y rápidamente le dio para una vida de lujos.
“Me vestía con las mejores marcas, bebía de las mejores botellas, tenía para comprar lo que quería y me codeaba con gente muy adinerada. Pero también me volví muy autoritaria y controladora. Hasta que el 11 de enero de 2017 ocurrió algo inesperado: mi esposo me dejó”.
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Tras el abandono de su esposo, María intentó suicidarse, pero falló. Posteriormente decidió enlistarse como parte del personal sanitario convocado en Nepal para brindar atención a los afectados del terremoto. Pensaba no regresar jamás a España; su idea era morir algún día en el Himalaya.
Mientras atendía a personas afectadas en Katmandú (capital de Nepal), vio un lugar que llamó mucho su atención y sintió el deseo de ir hacia allá; preguntó qué era eso, y se enteró de que era un sitio en el que las Hermanas de la Caridad bridaban ayuda. Le explicaron que las Hermanas de la Caridad era una congregación fundada por la Madre Teresa de Calcuta. “Así que, como yo le tenía aversión a todo lo que fuera Iglesia, ya no quise ir”.
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Sin embargo, ese mismo día, al ir caminando por una zona de desastre, se le acercaron dos religiosas de la congregación, una de las cuales la tomó por el brazo y le dijo que tenía que ir a un domicilio. María forcejeó para soltarse y le dijo que no iría a ningún lado; todo lo que quería era que la religiosa se fuera y la dejara en paz. Pero esa noche no pudo dormir: por alguna razón se le metió la idea de que tenía que ir adonde la religiosa le había dicho, era como una voz que no paraba de repetírselo. Y finalmente así lo hizo.
Llegó al lugar indicado a una hora en que todavía no amanecía, llamó a la puerta y fue recibida. Justo comenzaba una Misa y decidió quedarse. Cuando la celebración llevaba apenas cinco minutos, escuchó una voz que le dijo: “Bienvenida a casa”. María se sorprendió. Quiso pensar que la altitud la tenía afectada y la estaba haciendo oír cosas. Pero entonces miró hacia la enorme cruz que tenía de frente y volvió a escuchar aquella voz, que esta vez le dijo: “Bienvenida a casa. ¡Cuánto has tardado en amarme!”.
María relata que en ese instante cayó de rodillas y, con la frente apoyada en el suelo, comenzó a llorar sin parar. Se sentía como en una burbuja en la que no existía el tiempo ni el espacio. “Estábamos sólo Jesús y yo. Él, con su gran misericordia, me lavó, me perdonó, sanó mi alma, me puso en una tierra nueva y me llenó el corazón de algo que yo nunca había sentido. Hasta hoy no he perdido la sonrisa que me dejó su encuentro”.
Ella sintió que aquello había durado unos segundos; pero las religiosas le aseguraron que fueron tres horas las que estuvo en el suelo llorando, mientras ellas oraban a su alrededor. Fueron ellas mismas quienes después la llamaron María del Himalaya.
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