La pandemia por COVID-19 vulneró la cotidianidad del mundo; no obstante, para el sacerdote misionero Ángel Luis Lorente Gutiérrez fue una oportunidad para regresar a lo que detonó su vocación sacerdotal: el servicio a los demás.
El sacerdote de origen español, ha servido en Cuba, Estados Unidos, Perú y en México donde colabora en la Vicaría del Laicos para el Mundo en la Arquidiócesis Primada y está adscrito a la Parroquia de la Sagrada Familia en Cuajimalpa.
Actualmente, junto con el padre Horacio Palacios y otros miembros del territorio arquidiocesano, reparten despensas quincenalmente para sacerdotes y religiosas que vieron mermados sus recursos durante la pandemia.
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En entrevista con Desde la fe, el padre Ángel Luis Lorente nos cuenta cómo fue que la emergencia sanitaria por COVID-19 lo ayudó a redescubrir su vocación: entregarse a los demás, la cual definió por primera vez a los ocho años.
“En tercero de primaria tuve mi vocación muy clara, pues llegó a mi escuela un misionero europeo, que estuvo de servicio en África. Nos explicó cómo ayudaban a evangelizar a las personas y que nos pedían nuestra colaboración para dar alimento y educación a niños de ese continente”.
Así, sin más, llegó a su casa para romper su “cochinito” y le pidió a su madre retirar los ahorros que tenía para él y que estaban en el banco, pues quería dar todas sus posesiones a los misioneros y ayudar a esas personas, que no conocía, pero que estaban necesitadas. Su madre no le creyó hasta que el pequeño Ángel Luis Lorente entregó el dinero al misionero.
“Creo que ese gesto fue determinante en mi vocación: ese darlo todo. Si estás dispuesto a renunciar a todo por Dios, entonces Dios nunca se deja vencer en generosidad. Cuando tú más le das, Él te da aún más, y cuando le das todo a Él, Él te lo da todo”.
“A los tres meses me llegó una carta del padre al que le había dado todos mis ahorros, acompañada de la foto de un niño africano al que había bautizado con mi nombre. En ese momento decidí que iba a ser sacerdote“.
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Entró a muy corta edad al seminario y, al ordenarse diácono, lo enviaron de misión a América. Ahí tuvo que esperar a cumplir 24 años, edad en la que le permitían ordenarse como sacerdote.
Esa primera experiencia fue muy difícil, recuerda el padre Lorente, pues es duro el cambio de vida, ya que “uno viene de un mundo donde todo es muy fácil, desde obtener agua, hasta prender la luz”.
“Llegué a una zona indígena en los Andes peruanos. Al principio, mi problema fue el olor, no había acceso al agua ni recursos para bañarse”. El sacerdote asegura que el aroma le impedía comer, pues el alimento le sabía igual que a lo que olía el ambiente.
Al tercer día le dijo a su obispo que quería regresar, pero la misión era “llegar y quemar las naves”, es decir, un viaje sin retorno. “Sin embargo, al cuarto día se me quitó lo quisquilloso porque yo olía igual de mal”, recuerda el sacerdote.
“Esa fue una de las experiencias más bellas de mi vida, porque la gente me entregó su riqueza, que fue su corazón, y eso es lo más valioso que le puede pasar a cualquier ser humano“, asegura.
Su entrega a los demás lo llevó a convertirse en director de Cáritas de las Selvas del Amazonas y miembro del Consejo Nacional de Cáritas en Perú.
Sin embargo, por cuestiones de salud regresó a España; ahí el obispo de Toledo lo envió a estudiar a Roma. Más tarde fue enviado en misión a Cuba, país que -supuestamente- se abriría al mundo, pero al poco tiempo de llegar, un grupo sacerdotes y misioneros donde él estaba incluido, fue expulsados del país castrista.
Nuevamente fue enviado a Roma y se convirtió en académico y trasladado al servicio de la Arquidiócesis de México, donde, desde hace nueve años, ha podido compartir su experiencia de misión y de servicio. En este país trabaja con políticos, empresarios y periodistas, por considerarlos sectores que pueden incidir en un cambio social.
A decir del padre Ángel Luis Lorente, la labor de repartir despensas cada quince días, buscar los recursos, solicitar ayuda a los voluntarios, armar las despensas, organizar las entregas, entre otras labores, ha sido un trabajo muy duro, pero muy satisfactorio.
“Es una gran satisfacción sacerdotal, pues haces lo que debes sin esperar nada a cambio. Ya lo dijo san Pablo: ‘siervos inútiles somos, no hemos hecho más lo que teníamos que hacer’.
“Por mi vocación misionera siempre me ha tocado vivir situaciones de necesidad, de crisis o de emergencia y siempre he estado pronto a darme. Como misionero, uno va dejando pedacitos de su corazón en los sitios donde servimos“.
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