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Desde que inició la pandemia, Claudia decidió extremar precauciones en casa para evitar el contagio de COVID-19, así que prohibió a don Pepe, su padre; a doña Rosa, su madre, y a Alejandra, su hija, salir más a la calle. El 3 de abril había fallecido su primo por complicaciones de la enfermedad, y viviendo tan cerca de la Central de Abasto -zona de alto contagio- todos los días se enteraba de fallecimientos por ese rumbo.
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“Lo que ocurrió después -relata Claudia-, fue que mis sobrinos también se contagiaron de COVID-19, y como viven a un lado de nosotros, les pasábamos por encima de la barda una cubeta con alimentos para que por lo menos tuvieran algo de comer”.
En cuanto a las salidas de casa, sólo ella salía una a la semana para comprar todo lo que se necesitara, pero procuraba cuidarse.
Claudia no supo en qué momento ocurrió el contagio, pero fue ella quien presentó los primeros síntomas de COVID-19: “Los síntomas en mí fueron mínimos: sentí fiebre y me comenzó a doler el cuerpo; durante dos días tuve muchas ganas de dormir, y la comida me sabía feo. No pasó a más. Pero cuando mi mamá empezó a toser me preocupé. Un par de días después mi papá amaneció muy mal”.
“¡Mayo tan bonito, y nosotros aquí encerrados por la pandemia!”. Claudia lloró al oír ese lamento de su padre, quien solía hablar de mayo como el mes más alegre de todos; era 18 del mes, ella cumplía años, y lejos de estar feliz, se sentía invadida por una gran tristeza, pues en lo más hondo de su ser sentía que don Pepe se estaba despidiendo ya de la familia, debido al deterioro en su estado de salud. Las lágrimas se le rodaron, se entregó a él en un fuerte abrazo, y le dijo: “¡Te amo, papi!”.
Nada le importaba a Claudia que no pudieran salir a celebrar su cumpleaños o que no hubieran preparado en casa un platillo especial; sólo quería seguir abrazando a su padre y decirle una y otra vez que lo amaba; no podía con la idea de que él podría partir en cualquier momento. “¡Nada tenía este mayo de bonito, y sí mucho de eterno!”, señala.
Para el viernes 22, la situación se puso peor: ese día Claudia sintió el dolor de tener que decidir a quién de sus padres poner el único condensador de oxígeno que había conseguido. Como el oxímetro indicaba que era don Pepe quien más lo necesitaba, se lo conectó a él y estuvo toda la noche en vela tratando de bajarle la fiebre, y haciendo el intento de que por lo menos comiera alguna fruta.
Para el sábado 23, debido a las condiciones de salud de don Pepe y de doña Rosa, Claudia, ayudada por su sobrina Daniela, los llevó al Hospital del Parque de los Venados, y ahí tuvo que dejarlos.
Don Pepe y doña Rosa tenían una cocina económica que cerraron desde antes de Semana Santa para no arriesgarse al contagio de COVID-19. Antes del cierre, doña Rosa preparaba la comida, y él se encargaba de ir a hacer las compras y de entregar pedidos a domicilio en su motocicleta; pero, bromista y alegre de carácter como era, se ufanaba de ser el gerente de compras y distribución.
“Mi papá tenía una gran vitalidad -dice Claudia-, era el mejor papá que Dios puso en la tierra; todo lo podía, en todo me quería ayudar. Aunque yo sabía hacer las cosas sola, él me acompañaba al Metro a llevar a mi hija a las clases de ballet, y de regreso nos esperaba en el Metro nuevamente.
“Hace tiempo me inventé un trabajo para poder estar en casa al pendiente de mis papás y de mi abuela, que ya tiene 92 años, y providencialmente no ha adquirido el contagio; comencé a elaborar y vender chocolatería fina, y mi papá me llevaba siempre a comprar la materia prima, a entregar mis chocolates, a amarrarlos, y también a comérselos, sobre todo cuando me salían mal, para darme ánimos”.
Nadie podía ganarle a don Pepe a bromista, amiguero y servicial. Porque de hombre ameno y solidario tenía fama por todos lados; pero aún más, de buen cantante. “Mi papá cantaba todo el tiempo -refiere Claudia-, cantaba alegre, cantaba por todas partes; tanto cantaba que solía decir que el día en que él se muriera iba a decir: ‘Tan-tán’”.
Fue el miércoles 26 de mayo, en el momento que se presentó a recibir el informe médico de sus padres, cuando Claudia recibió la lamentable noticia: don Pepe había muerto al mediodía. “Mamá seguía internada -refiere-; por videollamada me decía que seguramente papá ya iba a salir pronto, para que le tuviera una muda de ropa preparada. ¡El corazón se parte, el alma se hace pedazos!”.
Claudia señala que en el hospital siempre recibieron el mejor trato por parte del personal, e incluso, le permitieron pasar a reconocer a su papá a través de un cristal. “Destaparon su carita y pude verlo; eso me dejó una gran paz: no había dolor en su rostro, no había angustia, no había desesperación; lo vi dormidito solamente, y sé que se fue en paz”.
Platica que desde los primeros meses de encierro, ella y su familia rezaban unidos todos los días por el bien del mundo, del país y de la propia familia. La última vez que rezaron juntos, fue un día antes de llevar a sus papás al hospital, y el último rezo que hicieron fue la Coronilla de la Misericordia.
“Por eso, aunque me duele mucho su partida, aunque a veces no paro de llorar, yo tengo una seguridad: Jesús y María vinieron por él y se lo llevaron de la manita a la Casa del Padre, y por eso no sufrió. Confió en que un día lo volveré a ver, lo volveré a abrazar y a decirle cuánto lo amo. ¡Esa es mi fe, eso es lo que me enseñaron mis padres!”.
Finalmente, Claudia agradece a Dios el haberle dado “el mejor padre del mundo”, y asegura que de la mano de Él, y sólo de la mano de Él, pronto podrán hacer en familia “una reingeniería de la vida”.
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