¿No les da miedo tener tantos hijos? Nos preguntó un amigo cuando estábamos esperando a Pablo y Pedro, nuestros últimos hijos. Sin pensarlo, mi esposo y yo de respondimos que ¡no!, un poco sorprendidos por la pregunta.
Y es que frecuentemente recibíamos comentarios a veces sinceros, otros mal intencionados, por tener una familia numerosa, ¿pero sentir miedo? Nunca nos imaginamos tal pregunta.
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Ciertamente nuestras vidas se complicaban un poco más cuando llegaba un nuevo hijo; había que hacer algunos ajustes a la economía, unas pequeñas renuncias a ciertas comodidades, e incluso aplazar, sin desistir a nuestros proyectos personales. Pero también, con su llegada la alegría se multiplicaba, la capacidad de amar se ensanchaba, y siempre, siempre, con el bebé venía un aumento al salario, un ascenso, un pago extraordinario o una nueva oportunidad laboral para mi esposo.
Pero la duda genuina de aquel amigo nos hizo reflexionar por primera vez el por qué no temíamos a la paternidad y a la maternidad. No fue ni por madurez (éramos muy jóvenes), pero tampoco por irresponsabilidad, sabíamos lo que queríamos; y queríamos tener varios hijos y confiamos en Dios.
¿Momentos difíciles? ¡Muchísimos! Después de casi 45 años de matrimonio y siete hijos, ahora nos preguntan: ¿Cómo le hicieron? Y al mirar hacia atrás, uno al otro nos interrogamos ¿cómo pudimos? La respuesta es simple, aunque a algunos les resulte simplona, nuestra vida la hemos caminado siempre tomados de la mano de la Providencia Divina, siempre palpable, siempre discreta, presentándose en el momento oportuno.
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Recuerdo que, por razones de trabajo, durante varios años vivimos en el Sureste de México, lejos de la familia y de los amigos.
Teníamos cuatro hijos pequeños y mi esposo tuvo que salir de viaje. Eran los últimos días del mes, el bebé se enfermó y entre pediatra y medicinas gasté mucho más de lo previsto, así que llegó el día en que se agotó la comida con la cena y ni siquiera tenía gasolina suficiente para llevar a las más grandes a la escuela.
Faltaban varios días para el regreso de mi marido, así que comencé a sentir por primera vez yo sola, la soledad, la impotencia, la incertidumbre y el temor de enfrentar el día siguiente.
En ese tiempo no eran usuales las tarjetas de crédito, ni el dinero se podía transferir en un segundo, ¡ni siquiera nos habían instalado el teléfono! Así que completamente vencida, le dije al Cristo de mi cabecera: “Señor tú lo sabes todo, no hay nada que yo pueda resolver, estoy sola con mis cuatro hijos; los pongo y me pongo en tus manos”. Luego me dormí.
Al día siguiente, poco antes de las seis de la mañana, alguien comenzó a tocar con insistencia la puerta; era un señor que se presentó como amigo de mi esposo, pero yo no lo conocía.
Se disculpó por llegar a esas horas a “importunar” pero estaba de paso en la ciudad camino a Cancún, y era la única oportunidad que tenía para pagar a mi marido un préstamo que hacía tiempo le había hecho. Me entregó un fajo de billetes y volviéndose a disculpar se retiró con prisa. Mi sorpresa fue tan grande, que no le pregunté ni su nombre, ni de dónde venía… solo fui llorando con mi Cristo a decirle: “muchas gracias”.
Podría compartirles cientos de testimonios y experiencias que guardamos en la intimidad y en lo más profundo del corazón, porque la Divina Providencia es una caricia de Dios que sabe lo que hace y hace siempre lo que nos conviene.
Descubrir la Providencia Divina en cada familia es aprender a caminar por un sendero de paz, con la certeza de saber que si sabemos pedir, Dios nunca nunca, nos dejará solos.
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