Desde hace cinco décadas, La Piedad, de Miguel Ángel, se exhibe detrás de una pantalla transparente que la protege de cualquier intento de ataque, como el ocurrido el 21 de mayo de 1972 a manos de un hombre húngaro, quien, al grito de ¡Yo soy Jesucristo!”, arremetió martillo en mano contra la escultura, ocasionándole algunos daños que requirieron una intervención cuidadosa, paciente y detallada, sobre todo en el rostro de la Virgen María, misma que demoró un año.
Al entrar a la Basílica de San Pedro, en el primer altar del lado derecho se puede ver una escultura majestuosa: La Piedad, de Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564). Se trata en realidad de un grupo escultórico hecho por el llamado ‘Genio del Renacimiento’.
El encargo de La Piedad fue hecho a Miguel Ángel por el cardenal de san Dionisio, Jean Bil-hères de Lagraulas o de Villiers, embajador del rey de Francia, Carlos VIII, y el acuerdo se firmó el 26 de agosto de 1498 por la cantidad de 450 ducados, lo que en la actualidad vendrían siendo unos 88 mil 200 euros; o bien, casi dos millones de pesos mexicanos. El compromiso por parte del artista era entregar la obra en un año.
Pese a la complejidad y el detallado de la obra, el artista la realizó en sólo un año -entre 1498 y 1499-, a sus escasos 24 de edad. La escultura, de 1.74 por 1.95 metros, representa a la Virgen María Sosteniendo a su hijo muerto tras ser bajado de la cruz, y cuya expresión encuentra un perfecto equilibrio entre el drama y la ternura de una Madre que implora piedad por el Hijo que ha sido maltratado y muerto de forma humillante.
La escultura, que se concluyó dos días antes del término estipulado, es de un mármol de carrara, preciado por su color blanco, con apenas vetas y de apariencia fina. Únicamente contaba con ese trozo de mármol; es decir, que tenía una única oportunidad para poder realizar su creación.
Se trata de una obra de bulto redondo; esto significa que puede verse desde todos los ángulos, aunque el frontal es el óptimo para apreciarla en todo su esplendor: en ella se representa a la Virgen María joven y bella -características centrales del arte renacentista-, cuyas vestiduras se extienden en numerosos pliegues, mientras sostiene en su regazo el cuerpo inerte de Jesús.
Si pusiéramos de pie a la Virgen mediría aproximadamente tres metros de alto, lo cual contrastaría con la figura de Cristo, que no llegaría a los dos metros de altura. Con las proporciones de la escultura se buscó engañar al ojo humano: la idea era que estuviera en un altar, de forma que desde las bancas pudiera admirarse en un conjunto armónico la totalidad de la obra, que iría desde la cabeza de María hasta los pies de Jesús.
La posición de la Virgen y la de Jesús forman un triángulo equilátero, la figura geométrica predilecta de los artistas del renacimiento. El cuerpo de Jesús, a diferencia de otras representaciones de la época, no refleja la crueldad del maltrato, pues Miguel Ángel Buonarroti, apegado al ideal de la armonía y la contención clásica, quiso imprimir serenidad en la figura del Crucificado. Ideó el cuerpo de Cristo casi como si se tratara de un deportista griego después haber participado en un certamen. Hay incluso quienes afirman que tiene similitud con las representaciones de los dioses greco-romanos.
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