El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry, ha vendido cerca de 200 millones de ejemplares y ha sido traducido a unos 340 idiomas y dialectos. No es un cuento para niños. O sí lo es, pues como dice la dedicatoria a León Werth, los adultos olvidamos que fuimos niños.
Estamos a mitad del desierto. Cualquier desierto del mundo, aunque a juzgar por indicaciones de Saint-Exupéry (1900-1944), puede ser el Sahara. El avión en el que viajaba se ha averiado. Duerme. Al amanecer, una vocecita lo despierta. Es un pequeño de pelo dorado: El Principito. No le pide agua, no le pide compañía, no le pide nada (tampoco le da explicación alguna sobre qué hace ahí). Solamente pide que, por favor, le dibuje un cordero.
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El pequeño —único habitante del asteroide B 612— se va introduciendo, poco a poco, con la medida de la inocencia, en el corazón olvidado de la infancia. Como los niños de todo el universo, jamás deja que una pregunta quede sin contestar. Como los niños de todas las edades, sabe entender lo que contempla, porque no lo contempla con ambición, sino con lujo. Hay miles de opiniones sobre el fondo de esta historia. He aquí una, la de Alfonso López-Quintás: “El Principito… se propone descubrir el lado oculto y más valioso de la vida humana mediante un lenguaje accesible al hombre, sencillo, que conserva su capacidad infantil de abrirse espontáneamente a lo noble y elevado”.
La primera edición de El Principito vio la luz en Nueva York, en el año de 1943. Saint-Exupéry no la llegó a conocer pues murió en el Mediterráneo, en una misión de reconocimiento en 1944. La novela fue traducida al francés en 1946. Desde entonces es el libro más vendido en la historia de Francia.
Artículo publicado originalmente en El Observador de Actualidad, con quien Desde la fe tiene una alianza de intercambio de contenidos.
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