La trágica muerte de un padre migrante y su hija al intentar cruzar el Río Bravo es consecuencia innegable de un sistema migratorio fallido, cuya inflexibilidad lleva cada vez a más hermanos a decidir entre su futuro o su vida.
La Iglesia –tanto en Estados Unidos como en México– ha señalado con claridad que cada uno de los hermanos que fallecen en su intento por alcanzar el llamado ‘sueño americano’, clama justicia al cielo, pero también soluciones humanas para todos aquellos que tienen el legítimo deseo de lograr mejores condiciones de vida.
México vive una realidad sin precedentes. De acuerdo con el Instituto Nacional de Migración (INM), se estima que, tan solo en los primeros seis meses de este año, el flujo de personas migrantes ya supera en 232% a los números registrados durante todo el 2018, y unos 360 mil indocumentados se encuentran dispersos en suelo nacional o ya ingresaron a los Estados Unidos.
El sistema migratorio, tanto en nuestro país como en la Unión Americana, nos hablan de un fracaso, pero también de la necesidad urgente de atender las causas profundas de esta crisis migratoria, pues la única “barrera” que podría detener el flujo de migrantes es el desarrollo económico, político, cultural y social en sus países de origen.
La Iglesia ve con preocupación el hacinamiento que está ocurriendo en las fronteras sur y norte de México.
Es una realidad que algunas diócesis están sobrepasadas por la cantidad de migrantes que transitan por su territorio, con problemas de agotamiento, deshidratación, heridos o ultrajados por el crimen organizado y en ocasiones por las mismas autoridades migratorias; sin embargo, se sigue brindando auxilio a los hermanos, de manera cada vez más organizada.
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Como señala la Conferencia del Episcopado Mexicano (CEM), ante este drama, corresponde a las autoridades mexicanas mayores esfuerzos en la atención de los migrantes y continuar promoviendo el diálogo y la negociación transparente en las relaciones bilaterales, sin caer en el chantaje o la amenaza. Y a las autoridades norteamericanas, impulsar el trabajo conjunto con los gobiernos del Triángulo Norte y el Gobierno de México para erradicar la violencia y mejorar las economías locales desde las cuales la gente se ve obligada a emigrar.
Y a todos los mexicanos –especialmente a quienes nos decimos cristianos– nos toca erradicar la xenofobia, reconocer y ayudar, no con acciones simplistas, a las familias que huyen de la violencia, de la persecución y de la pobreza extrema y que, lo mínimo que esperan en nuestro país, es ser tratadas con compasión y amor, pero sobre todo con dignidad.
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