Dos hechos de enorme violencia han marcado el inicio de este año 2023 en nuestro país: primero, la masacre en el Penal de Ciudad Juárez, que dejó un saldo de cerca de 20 personas asesinadas y casi 30 delincuentes fugados y, después, un operativo en Sinaloa para detener a un narcotraficante, el cual dejó cerca de 30 muertos y un estado colapsado, con tres aeropuertos cerrados y las principales ciudades y carreteras de la entidad paralizadas durante casi dos días a causa de la reacción de la delincuencia organizada, quedando la población civil en confinamiento domiciliario como único recurso para su seguridad.
Los dos acontecimientos nos han mostrado un evidente control que ejerce la delincuencia en las cárceles, como quedó de manifiesto en Ciudad Juárez, y el dominio de territorios enteros en manos del crimen organizado, como hemos visto en Sinaloa.
La primera conclusión es muy clara: el Estado mexicano tiene la capacidad de controlar a la delincuencia cuando se lo propone, a través de las Fuerzas Armadas, la Guardia Nacional y las policías estatales. En segundo lugar, cuando la ley se aplica para que no haya impunidad ante los delitos, se puede evitar que crezca la inseguridad, la violencia y la descomposición social.
Estos hechos deben hacer reflexionar con mucha seriedad al actual gobierno de la República Mexicana para revisar sus estrategias de seguridad, hasta ahora rebasadas por el crimen organizado, en detrimento de la sociedad civil, que se mantiene azotada por un sinfín de acciones delincuenciales: masacres, asesinatos, feminicidios, secuestros, asaltos en carreteras y transporte público, extorsiones en todos los niveles de producción y comercio.
Detener a un criminal, por más peligroso que sea, no soluciona nuestros problemas. Si el gobierno no ejerce ante el crimen organizado su responsabilidad para aplicar el Estado de derecho y evitar la impunidad, los mexicanos seguiremos siendo rehenes de los delincuentes.
México necesita recuperar la paz; ser arquitectos y artesanos de paz es una tarea en la que debemos estar comprometidos todos, en una alianza común y en colaboración constante con las autoridades de los distintos niveles.
La clase política, en particular, debe propiciar el diálogo entre las distintas corrientes, convergiendo en la deseada recuperación de la paz y la unidad, que beneficia a la ciudadanía. La división no nos lleva a ninguna parte.
Que cada uno aporte lo que le corresponde: las estructuras de justicia, los ambientes laborales, las instituciones educativas, la sociedad en general. Todos unidos y trabajando por la recuperación de la paz.
La Iglesia tiene muy claro su compromiso: ser factor de diálogo y de reconciliación en orden a la construcción de la paz; ser portadora, también, cuando la situación lo exige, de una palabra de denuncia y conversión, tal como lo ha hecho ahora la Conferencia del Episcopado Mexicano al exigir a todos los grupos criminales recapacitar ante el dolor y el sufrimiento que ocasionan a sus propios hermanos. ¡Basta de tanta violencia que sigue manchando de sangre la historia de nuestro querido país!
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