En el marco de la Solemnidad de Pentecostés tenemos el regalo de siete nuevos sacerdotes para la Arquidiócesis de México. Su formación por varios años y en diversidad de conocimientos les provee de herramientas básicas para iniciar un camino de servicio que concluirá –Dios mediante- a la par de su propia vida.
En la ordenación presbiteral coinciden dos realidades: la experiencia personal del llamado –vocación- y el discernimiento de la Iglesia –elección por parte del Obispo-. Así que cada nuevo sacerdote no es resultado de un mero proceso académico, ni de un proyecto individual, ni parte -¡mucho menos!- de una carrera eclesiástica. Retomando la Carta a los Hebreos (5, 1), veamos “que todo sacerdote es tomado de entre los hombres y constituido a favor de los hombres en las cosas que se refieren a Dios”. Los siete neo-presbíteros son parte de nuestro mundo, de esta sociedad mexicana, de familias y comunidades muy concretas, y estarán al servicio del Pueblo de Dios, quien siempre suplica a Jesucristo lleno de esperanza: ¡Danos sacerdotes según tu Corazón!
Estará en una óptica falsa quien piense que al llegar a la ordenación presbiteral tendrá a superhéroes o líderes según parámetros mundanos, o que han llegado a ese punto los más preclaros y dignos, los que han ganado a pulso una dignidad o estatus social.
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Veamos a los nuevos presbíteros en su realidad de siempre: son miembros de la Iglesia, son parte de los bautizados que han de servir a sus hermanos, son caminantes en la misma ruta y destino, son pastores que deben mirar por el rebaño y que a su vez son ovejas del Único Pastor de nuestras vidas, Jesucristo. Y seguirán ante los riesgos y desafíos cotidianos, y continuarán marcados por su historia personal, y no quedarán exentos de tentación alguna… y harán presente a Cristo en medio de su Pueblo.
Desde la fe (virtud que nos lleva a ver todas las realidades desde la perspectiva de Dios) recibimos a siete nuevos “curas”; y como Iglesia hemos de comprometernos para que su ministerio vaya tras las huellas del Buen Pastor en fidelidad, de modo que anuncien el Evangelio en toda su alegría y su plena exigencia, desde la frescura de su propia juventud y transformando las humanas limitaciones en oportunidad de crecimiento.
El mundo necesita testigos fiables y claros, cercanos y cálidos; la sociedad eleva los parámetros de exigencia y a la par tiende trampas de vanidad y superficialidad. El entorno para el sacerdote y la Iglesia nunca ha sido fácil ni cómodo. Y tal vez hoy el horizonte se pinta más arduo, de ahí que la oración es insistente: ¡Danos sacerdotes santos según tu Corazón!
Y al ritmo de la plegaria, hemos de procurar que en cada familia crezca la esperanza de una vocación sacerdotal, hemos de apoyar al Seminario para que invierta cada recurso humano y espiritual en la formación de nuevos presbíteros, hemos de trabajar para que la sociedad siga recibiendo la aportación de quienes están llamados a ser hombres de Dios, hombres del Mundo y hombres de Iglesia.
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