Mientras el mundo católico celebraba la Semana Santa, un hecho centró la atención mediática en México: la muerte de Camila, una niña de ocho años, y el linchamiento de los presuntos responsables de su fallecimiento en Taxco, Guerrero.
¿Qué necesitamos como sociedad para darnos cuenta de que al permitir estos hechos nos estamos destruyendo poco a poco?, ¿cuántas niñas muertas más?, ¿cuántos linchamientos más?, ¿cuántas injusticias más?, ¿cuándo entenderemos que la violencia sólo genera más violencia?
Este hecho evidencia varios de los problemas que han fracturado el tejido social, que competen a las autoridades del Estado, a la clase política, a las instituciones de seguridad, y por supuesto, también a los ciudadanos y a las familias.
Sobre nosotros, hemos puesto una lápida de “egoísmo, de miedos y amargura, de sufrimiento y muerte, que le cierra el camino a la alegría y a la esperanza”, que bloquea el espacio a un mejor futuro, que impide construir una sociedad en la que se priorice el bien común, que dignifique la vida, y que dé certezas a nuestros niños, adolescentes y jóvenes.
Y es en este momento, que también conmemoramos la Pasión y Muerte de Jesús, y el intento de encerrar su historia “detrás de una gran piedra en un sepulcro”.
Esta piedra, dice el Papa Francisco, representa “escollos de muerte”, que encontramos en los fracasos y en los miedos que nos impiden realizar el bien que deseamos; en todas las cerrazones que frenan nuestros impulsos de generosidad y no nos permiten abrirnos al amor; en los muros del egoísmo y de la indiferencia, que repelen el compromiso por construir ciudades y sociedades más justas y dignas.
Pero la historia no termina ahí, y este Domingo de Resurrección nos recuerda que Jesús está vivo, igual que su mensaje, que nos dice que esa piedra no es invencible, que esa piedra no tiene por qué marcar el final ni dictar una sentencia favorable para quienes prefieren la violencia sobre la paz y la muerte sobre la vida.
Este Domingo, el Dios de lo imposible, el Dios que hizo a un lado esa piedra, nos recuerda que ningún acontecimiento doloroso, egoísta y cruel, puede guiar nuestro camino, y mucho menos tener la última palabra en el destino de nuestro país.
Jesús murió y resucitó para abrirnos un camino hacia el amor a través del perdón. Está en nuestras manos hacer a un lado la piedra que oprime a nuestra sociedad y nuestros corazones para abrirnos paso a la plenitud de la vida.
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