El diálogo es un tesoro cada vez más estimado: democracias, corporativos, empresas, deportistas, políticos y cuantos nos digamos civilizados, le apostamos a éste como medio de crecimiento, como terreno común para construir con firmeza.
El diálogo implica el pleno reconocimiento del otro y de su libertad, y el consiguiente compromiso de empeñarnos para que sus derechos fundamentales sean siempre respetados, sin que esto signifique perder la propia identidad para complacer al otro.
En múltiples ocasiones, nuestra patria ha avanzado por el camino de las armas, pero ha sido el diálogo el que nos ha dado las auténticas transformaciones. Cuando los que son diferentes se han sentado a dialogar, hemos ganado como nación.
Sin embargo, para alcanzarlo, debemos derribar un muro que hemos construido a partir de la negativa al diálogo, o peor aún, de la simulación. En las redes sociales, debates públicos, pláticas de café, con la familia o los amigos, a veces pareciera que hemos olvidado este principio.
Hace unos días, en un histórico viaje a Abu Dabi, el Santo Padre nos recordaba que la fraternidad se fundamenta en las raíces de nuestra humanidad común. “Todos son igualmente valiosos a los ojos de Dios. Porque Él mira a la familia humana con una mirada benevolente que incluye”.
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El enemigo de la fraternidad es el individualismo –señalaba– “que se traduce en la voluntad de afirmarse a sí mismo y al propio grupo por encima de los demás”, y una de las grandes amenazas del diálogo es la simulación: “no se puede proclamar la fraternidad y después actuar en la dirección opuesta”.
En este momento en el que palabras como violencia, corrupción, pobreza e inseguridad son de uso frecuente, es urgente el diálogo. En el mismo encuentro en Abu Dabi, el Papa lanzó una dura frase que nos debe calar en lo más profundo: “No hay alternativa: o construimos el futuro juntos o no habrá futuro”.
Abramos nuestra voz y corazón al diálogo, y hagámoslo orgullosos de nuestra identidad católica. Y al hacerlo, no olvidemos el poder de la oración, pues como lo ha dicho el Santo Padre, “la oración hecha con el corazón es regeneradora de fraternidad”.
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