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COLUMNA

Ayer, hoy y siempre

Conversión y renovación

Hay que estar atentos para no dejarnos engullir por la proliferación de escándalos y la poca promoción de buenos.

4 febrero, 2024

AYER: Ya sea por razones teológicas, políticas, económicas, disciplinares o meras antipatías humanas (intrigas palaciegas o chismes de pueblo), en la Iglesia nunca han faltado conflictos y discusiones con consecuencias de todo tamaño. Baste pensar que todos los concilios ecuménicos han tenido como tarea poner solución a graves situaciones generalizadas en el orbe cristiano. También puedes asomarte a la vida concreta de tu parroquia y rápido descubrirás que no todo avanza sobre ruedas, que siempre hay pequeñas o grandes dificultades. Con sencillez y humildad hemos de reconocer que nuestra condición humana sigue siendo pobre y frágil, que es necesaria una constante conversión y renovación.

HOY: La velocidad e inmediatez de las comunicaciones actuales nos llevan a percibir que los problemas al interno de la Iglesia son muchos y enormes (no te recomiendo que los cuentes o los midas), y el afán amarillista de algunos comunicadores superficiales nos empuja a pensar que son generales, permanentes e irremediables. En el día a día, sin duda recibes noticias desagradables que suceden en todo nivel eclesial y eso descorazona. No debería suceder pero ahí aparece lo que no es solo una pequeña peca, sino una terrible mancha que tal vez habla de un mal mayor. Hay que estar atentos para no dejarnos engullir por la proliferación de escándalos y la poca promoción de buenos, numerosos y bellos testimonios.



SIEMPRE: Seguiremos con caídas y anti-testimonios tanto personales como comunitarios, continuaremos con errores y fallas en jerarquía y laicado, no acabarán debilidades en instituciones y estructuras, pero hemos de mantener viva la esperanza de crecer y sanar. Es cierto que al enfermar un miembro del cuerpo se afecta a todo el organismo, pero también es cierto que todo el organismo procura –de un modo u otro- la salud de tal miembro. Conviene recordar profundamente que Cristo es Cabeza de la Iglesia y que ha vencido el pecado y la muerte, que somos su cuerpo que camina y sufre, que en ocasiones hasta parecería desmembrarse, pero que Él nos seguirá amando y guiando hasta dar –si fuera necesario- mil veces la vida en otros tantos calvarios.




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