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OPINIÓN / Sacerdote, periodista y escritor de la Arquidócesis de San Luis Potosí.
  LETRAS MINÚSCULAS Por P. JUAN JESÚS PRIEGO
         SUiempre queda el amor
n hombre de cierta edad a la locura:
quien su esposa ha aban- “Esperamos mucho de las relaciones donado, me pregunta: románticas –escribió en su libro-: sanación,
-Después de haber esta- felicidad, amor, seguridad, amistad, satis- do con ella tanto tiempo, ¿qué me queda? facción y compañerismo. También espera-
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corazón. ¿Y qué vamos a hacer entonces? ¿Pasarnos la vida agitando por las calles nuestro bote de estaño hasta que se apiade de nosotros y nos dé la limosna de su afec- to? ¡De ninguna manera! Cuando todo pa- rece perdido, quizá la vida verdadera esté por comenzar.
Una mujer “fracasada” en estas cuestio- nes del cariño pasó la mitad de su vida buscando a quien pudiera ofrecerle un poco de su amor. Contó su historia por carta a Kübler-Ross: “Había asistido a tantas fiestas como había podido en busca de amor. Que- ría encontrar a alguien que me quisiera, que me diera todo el amor que yo no me daba a mí misma. Así que acudí a una fiesta, recorrí el lugar con la vista en busca del hombre perfecto y, como no estaba allí, me fui corriendo a otra. Después de ir de fiesta en fiesta, regresé a mi casa sintiéndome más desesperada y más sola que al prin- cipio. Pues bien, de pronto decidí que tenía que haber otra manera de hacer las cosas. Resolví dar amor, y dejar de buscar. Saldría, y aunque no encontrara al hombre perfecto, seguro que conocería a otras personas, personas maravillosas con las que podría charlar. Simplemente, hablaría con ellos y me divertiría, con la intención de que me gustaran y quererlas por quienes eran”.
Esta mujer, Caroline, había descubierto, tras muchos intentos fallidos, el secreto de la vida: no hay que buscar ser amados a como dé lugar; hay en el mundo muchas personas a las que querer, y que dejar de verlas por concentrarse en seguir los pasos de una sola, era una tremenda injusticia. Cuando a una persona le es devuelto el corazón que había entregado, hay todavía muchas cosas que hacer con ese corazón herido, pero aún vivo. ¡Sí, a pesar de todo siempre queda el amor! El amor –dijo San Pablo- no pasa nunca.
Y luego exclama:
-¡Nada! ¡Estoy con las manos vacías!
En efecto, según todas las apariencias,
este hombre está solo. ¿Lo ha perdido todo? A estas alturas de su vida se halla como cuando empezó a vivir: en el punto cero, con la diferencia de que los años han pasado y ya no es un muchacho. Un observador objetivo, viéndolo de lejos, tal vez podría exclamar: “A juzgar por la expresión de su rostro, es un fracasado”. Pero, ¿es realmente así? ¿No hubo nada que este hombre hu- biese ganado, pese a todo, durante más de 20 años de su vida en común? Si el ser amado se ha ido lejos de nosotros y nos ha abandonado, ¿ya no hay nada por qué vivir? Era lo que mi interlocutor, visiblemente desesperado, quería saber. Alzando la voz, repitió la pregunta:
-¿Qué queda después de haber amado?
-Siempre queda el amor –respondí.
Para apoyar mi afirmación –que debió parecerle fuera de lugar- le cité lo que es- cribió una vez la doctora Elisabeth Kü- bler-Ross (1926-2004) en el último libro que escribió poco antes de pasar a los brazos del Padre: Lecciones de vida, una de las obras más bellas que se hayan escrito en los últimos años. Ahí, dice algo muy sencillo y verdadero: que nuestra capacidad de amar, que nuestras reservas de amor no se agotan, ni pueden agotarse –pues son ili- mitadas- en nuestra relación con una única persona, y que quien crea poder recibir todo el amor que necesita de las manos de este único ser, está a un paso de la desesperación y, Dios no lo quiera, también del suicidio o
mos que esas relaciones solucionen nuestra vida, nos libren de la depresión y nos apor- ten una alegría inmensa. Somos especial- mente exigentes con esas relaciones y esperamos que nos hagan felices por com- pleto. Muchos de nosotros incluso creemos que cuando encontremos a esa persona especial toda nuestra vida mejorará. En general, no pensamos así abierta o cons- cientemente, pero si examinamos nuestro sistema de creencias, encontraremos que esa idea está ahí. ¿Quién no ha pensado alguna vez que si tuviera pareja todo sería perfecto? Las relaciones románticas son maravillosas y también deseables a pesar de sus dificultades. Nos recuerdan nuestra perfección única en este mundo y que no estamos, en modo alguno, separados de los demás. Los problemas surgen cuando cree- mos, equivocadamente, que esas relaciones van a ser la solución de nuestra vida. No es extraño que muchos de nosotros pensemos de este modo. Después de todo, crecimos con los cuentos de hadas, y muchas per- sonas nos animaron a creer que, cuando encontráramos al príncipe azul o a la chica cuyo pie encajara en el zapatito de cristal, nos sentiríamos realizados. Crecimos con- vencidos de que todas las ranas escondían un príncipe encantado. De un modo sutil, nos enseñaron que hasta que encontrára- mos a esa persona especial seríamos sólo una mitad de la naranja, una pieza de un rompecabezas que busca ser completado”. Si queremos ser amados por un ser única- mente, cuando nos damos cuenta de que éste no puede –o no quiere- amarnos como nosotros querríamos, se nos parte el
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