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OPINIÓN / Sacerdote, periodista y escritor de la Arquidócesis de San Luis Potosí.
  LETRAS MINÚSCULAS Por JUAN JESÚS PRIEGO
         Elogio de la biblia
El mismo día de la Resu- rrección, iban dos de los discípulos hacia un pueblo llamado Emaús, y comen-
taban todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús se les acercó y comenzó a caminar con ellos, pero los ojos de los dos discípulos estaban velados y no lo reconocieron” (Lucas 24, 13-17). Claro: cuando los ojos están empañados de lágrimas casi no nos dejan ver la luz. ¿Lloraban entonces estos señores? Si no lloraban, por lo menos estaban muy tristes: más que caminar, arrastraban los pies. Por- que ellos esperaban que Jesús, el Maestro, como lo llamaban, fuera el Mesías que tanto habían estado esperando y, sin embargo, ahora estaba muerto. Que los discípulos estaban profundamente abatidos es algo que se colige por la pregunta misma que les hace el Señor: “¿Por qué están tan tris- tes?”. Pero Jesús no se queda allí: él quiere a como dé lugar devolverles la alegría. ¿Y cómo lo hace? “Entonces –precisa el Evan- gelio-, comenzando por Moisés y siguiendo con todos los profetas, les explicó todos los pasajes de la Escritura que se referían a él” (Lucas 24, 27). En otras palabras, les cuenta la Biblia, recordándoles pasajes.
¡La Biblia! He aquí una fuente de alegría a la que no solemos recurrir con mucha frecuencia los católicos. Y, sin embargo, en ella está la solución a muchos de nuestros problemas. La Biblia es, según la compa- ración de los Padres de la Iglesia, como una larga carta que Dios escribió a sus hijos, de modo que en los momentos de tiniebla, así como también en los de luz y alegría, pudiesen éstos experimentar su compañía. “Cuando oras, tú hablas a Dios –decía, por ejemplo, San Agustín-, y cuando lees su Palabra es Dios quien te habla a ti”. “¡Con
razón nuestro corazón ardía, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras!” (Lucas 24, 32), exclaman los discípulos cuando Jesús había ya desapa- recido. Bien, éste es el efecto que produce siempre la Escritura cuando la leemos no como un libro cualquiera, sino como una Palabra dirigida por Dios a nosotros, a cada uno: hacer que este corazón nuestro que ya amenazaba con apagarse arda otra vez y brille y queme.
En el transcurso de una hermosísima homilía, San Juan Crisóstomo (347-407) invitó a los fieles de Constantinopla a leer continuamente la Biblia, y lo hizo en estos términos: “Una cosa os ruego y no cesaré de rogárosla: que no sólo atendáis a lo que se dice aquí en la reunión, sino que, una vez idos a vuestros hogares, ocupéis cons- tantemente el tiempo en la lectura de los Libros Sagrados. No hemos cesado de re- petir lo mismo a cuantos se nos han acer- cado. Y que nadie diga: ‘Yo estoy enclavado en los tribunales’; ‘Yo tengo a mi cargo los negocios de la ciudad’, ‘Yo ejercito un oficio’; ‘Yo tengo mujer’; ‘Yo tengo que alimentar a mis niños’; ‘Tengo que cuidar de mi fa- milia’; ‘Yo soy un hombre de mundo’... ¿Qué dices, oh hombre? ¿No es propio de ti aten- der a las Sagradas Escrituras porque te arrastran infinitos cuidados? Déjame en- tonces decírtelo: tú necesitas más de la Escritura que los propios monjes, pues tú andas revuelto en infinitos negocios, en tanto que los monjes, una vez que se han apartado del foro y del tumulto que nace de los negocios, y han fijado sus chozas en los desiertos, están ya como sentados en el puerto y gozan de abundantísima segu- ridad. En cambio nosotros, como agitados en mitad del piélago y enzarzados en faltas innumerables, necesitamos continuamente
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y sin interrupción el consuelo de las Sa- gradas Escrituras.
“Porque la mujer te provoca, el hijo te entristece, el criado te encoleriza, el ene- migo te pone zancadillas, el amigo te en- vidia, el vecino te injuria, el juez te amenaza, la pobreza te entristece, la muerte de los tuyos te produce luto, la buena suerte te ensoberbece y la adversidad te postra. Y así, por todas partes nos van rodeando en circuito muchas ocasiones de ira y muchas preocupaciones y tristezas, y mucha va- nagloria y soberbia. Por lo mismo necesi- tamos continuamente de la panoplia o escudo de las Sagradas Escrituras” (Homilía III acerca del bienaventurado Lázaro).
No pocas veces andamos a la búsqueda de soluciones para nuestra vida. “¿Qué debo hacer en esta situación concreta en la que me hallo?”. Cuando los santos querían saber la voluntad de Dios con respecto a sus vi- das, abrían la Biblia al azar, y siempre en- contraron en ella las respuestas. Éste puede ser un buen método para nosotros. Cuenta el Padre Rainiero Cantalamessa en uno de sus libros que una vez se acercó a él un hombre para exponerle este problema: “Padre, tengo un hijo de once años aún no bautizado. Mi mujer se ha ido con los Tes- tigos de Jehová y no quiere oír hablar de bautizar al muchacho. Si lo bautizo, temo una crisis en casa; si no lo bautizo, no me siento tranquilo. ¿Qué debo hacer?”. El sa- cerdote le dijo que se fuera a su casa, leyera lo primero que se encontrara al abrir la Biblia, que orara mucho y al día siguiente platicarían. “Al día siguiente –cuenta el pre- dicador del Papa- vino a mí el hombre, diciéndome: ‘Padre, ¡he abierto la Biblia, me he encontrado con el suceso de Abra- ham y he visto que cuando trató de llevarse a su hijo a Isaac para inmolarlo, no le dijo nada a su mujer!”. La Biblia, leída con fe, había sido el mejor de los consejos. Que así sea también para todos nosotros. Amén.
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desdelafe.oficial desdelafe DesdelaFeOficial 23 de enero de 2022 13





















































































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