Virgen de Guadalupe

Homilía del Cardenal Aguiar en la Solemnidad de la Virgen de Guadalupe

“Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava”.

María expresa a Isabel, lo que le ha sucedido, Dios puso sus ojos en ella. En efecto, María recibió la noticia, de parte de Dios, que sería la Madre del Salvador, del Hijo del Altísimo. Ante este mensaje María, primero preguntó cómo sería, y habiendo recibido la explicación del Ángel, respondió afirmativamente diciendo: “Yo soy la esclava del Señor, cúmplase en mí lo que me has dicho”.

Desde el momento de su respuesta María se dejó conducir por el Espíritu Santo en todo momento. La experiencia en el corazón de María fue intensa y necesitaba compartirla con alguien, quién mejor que su prima Isabel, en quien también la mano de Dios se había manifestado, al pasar de la esterilidad a la gestación de un hijo anhelado.

La visita a Isabel, no solo permite compartir lo acontecido en ambas, sino también es ocasión de una fuerte presencia del Espíritu Santo en Isabel. Esta escena anuncia lo que será la Iglesia, lo que desea Dios Padre a todas sus creaturas: concederles el acompañamiento del Espíritu Santo para que cada uno realice la vocación y misión que El ha sembrado en su corazón, compartiéndola con los que le rodean, con sus contemporáneos, y de esta manera, hagan presente a Dios Padre, en medio del mundo. En otras palabras para continuar la labor de Jesucristo en cada generación de la humanidad.

Así lo recuerda San Pablo hoy en la segunda lectura: “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estábamos bajo la ley, a fin de hacernos hijos suyos. Puesto que ya son ustedes hijos, Dios envió a sus corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: “¡Abbá!”, esdecir, ¡Padre! Así que ya no eres siervo, sino hijo; y siendo hijo, eres también heredero por voluntad de Dios”.

Esta filiación y pertenencia a la familia de Dios, debe desarrollarse mediante la espiritualidad de la comunión, de sabernos, sentirnos, y acompañarnos como buenos hermanos. Para esto es indispensable aprender a ser conducido por el Espíritu Santo, como lo hizo María, Isabel y tantas personas a lo largo de la Historia.

Debido a nuestra fragilidad humana nadie puede vivir su vocación aisladamente, necesitamos compartir la experiencia de lo que se mueve en mi interior cuando escucho la Palabra de Dios, cuando veo la necesidad de mi prójimo, cuando percibo el dolor y sufrimiento en los enfermos, en lo que sufren injusticia, o en quienes son víctimas de un drama o de una tragedia. Hay que darle cauce a lo que surge como iniciativa en favor del necesitado, y descubrir a quienes comparten conmigo esos mismos sentimientos para unirnos en la solidaridad y practicar la caridad.

Ahora podemos recordar, con inmensa gratitud, a qué ha venido María de Guadalupe a nuestras tierras de México y América. Ella quiere manifestar su amor, ternura, consuelo y auxilio a quienes desean conocer a su Hijo, a quienes quieren ser fieles discípulos de su Hijo Jesucristo y corresponder a su vocación, también a quienes se encuentran agobiados, atribulados, desamparados, sin esperanza.

En ella se cumplen cabalmente las palabras de la primera lectura, del libro del Eclesiástico: “Yo soy la madre del amor, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad, toda esperanza de vida y de virtud. Vengan a mí, ustedes, los que me aman y aliméntense de mis frutos”.

No se trata de un consuelo o una motivación transitoria, Ella quiere alimentarnos de la Palabra de Dios que es su Hijo Jesucristo, y conducirnos a la Eucaristía para nutrirnos del Pan de la vida, para que seamos fuertes y valientes ante las asechanzas del mal, y demos siempre fiel testimonio del amor de Dios por sus creaturas, y obtengamos finalmente la vida eterna, como hemos escuchado en la primera lectura: “Los que me coman seguirán teniendo hambre de mí, los que me beban seguirán teniendo sed de mí; los que me escuchan no tendrán de qué avergonzarse y los que se dejan guiar por mí no pecarán. Los que me honran tendrán una vida eterna”.

Por eso, no podemos quedarnos de brazos cruzados, siendo meros espectadores en el mundo de hoy, estamos llamados a ser constructores de la sociedad que desea Nuestro Padre común, debemos superar los odios y violencias de todo tipo, y manifestar con claridad, que reconocemos la común dignidad de todo ser humano, buscando por ello el bien común por encima del bien personal, familiar, sectorial e incluso nacional, bienes legítimos que ciertamente disfrutaremos, si mantenemos como prioridad, edificar la civilización del amor.

Podemos sí, afirmar con temor, que tal empresa supera nuestras fuerzas, pero si asumimos las palabras de Isabel ¿Quién soy yo, para que la madre de mi Señor venga a verme? También María, como buena Madre, que desea lo mejor a sus hijos, nos compartirá su experiencia, nos ayudará para que vivamos, siguiendo su ejemplo de aceptar ser conducidos por el Espíritu Santo, y lleguemos a exclamar con ella: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de júbilo en Dios mi salvador, porque puso sus ojos en la humildad de su esclava”.

En este inesperado y terrible año, debido a la Pandemia, sabiendo que no hemos podido venir a visitarla, sin duda alguna ella se encaminará presurosa, y entrará a nuestras casas para que nosotros, como Isabel, quedemos llenos del Espíritu Santo, y convirtamos nuestro hogar en una casita sagrada, con la Presencia de nuestra querida madre, María de Guadalupe.

Ahora, ante su Imagen, expresémosle la invitación para que nos visite, entre a nuestros hogares, y recibamos el consuelo de su amor.

Señora y Madre nuestra, María de Guadalupe, consuelo de los afligidos, abraza a todos tus hijos atribulados, ayúdanos a expresar nuestra solidaridad de forma creativa para hacer frente a las consecuencias de esta pandemia mundial, haznos valientes para acometer los cambios que se necesitan en busca del bien común.

Acrecienta en el mundo el sentido de pertenencia a una única y gran familia, tomando conciencia del vínculo que nos une a todos, para que, con un espíritu fraterno y solidario, salgamos en ayuda de las numerosas formas de pobreza y situaciones de miseria.

Anima la firmeza en la fe, la perseverancia en el servicio, y la constancia en la oración.

Nos encomendamos a Ti, que siempre has acompañado nuestro camino como signo de salvación y de esperanza. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen, María de Guadalupe! Amén.

 

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Cardenal Carlos Aguiar Retes

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