La polarización de las sociedades nos está llevando a no escucharnos. Las personas, pero también las organizaciones y las instituciones, se bloquean. No hay apertura relacional, y muchas veces, se niega al otro o a los otros la posibilidad de ser escuchados.
En mundo enfrentado, individualista y muchas veces sectario, la sinodalidad puede representar un punto de inflexión para un futuro en el que todos nos reconozcamos como sujetos vinculados y relacionados desde la esencia que nos constituye como seres humanos.
Resulta, por ello, decisivo profundizar en lo que significa, para la Iglesia y para cada uno de sus miembros el Sínodo sobre la Sinodalidad, cuya fase conclusiva se llevó a cabo el pasado mes de octubre de 2024.
Mucho se ha comentado y escrito sobre los diversos temas tratados, desde la participación de los laicos en las parroquias y diócesis hasta la necesidad de una gobernanza transparente, pasando también por una cultura de la descentralización, el lugar y el papel de las mujeres o el estudio del diaconado femenino. No voy a entrar en detalles, porque existe mucha información al respecto. El documento de síntesis da cuenta de la temática y su amplitud.
Por ello me centrare aquí en el carácter esencial que tiene para todas las organizaciones, comunidades y sociedades humanas el aprender a caminar juntos, y de manera particular para la Iglesia. Basta recordar el aforismo africano que dice: “Camina solo si quieres llegar rápido, pero camina acompañado si quieres llegar lejos”.
La sinodalidad procede de la palabra griega ‘sínodo’ que significa ‘camino conjunto’. Se trata de hacer un recorrido -que es al mismo tiempo biografía e historia- apoyados el soporte mutuo, de colaboración y la solidaridad. Es la dimensión comunitaria presente en toda acción, empresa o proyecto, porque el ser humano es social y relacional. La sinodalidad no es solo el mero hecho de caminar juntos o acompasados, sino que incluye necesariamente una meta compartida, un objetivo común, un destino por alcanzar.
La sinodalidad es un componente sine qua non para conseguir el fin que determina la acción, no solo en la Iglesia sino en todas las organizaciones humanas, aunque en ellas no se utilice este término.
Todas las organizaciones, instituciones y comunidades requieren del conjunto de los miembros y de sus aportaciones individuales, y también de procesos de integración eficaces y acciones comunes eficientes, así como de autoridades y procesos de colaboración y gobernabilidad.
El principio de la corresponsabilidad es esencial constitutiva y programáticamente. De la corresponsabilidad dependen las buenas y eficaces relaciones entre estado y sociedad civil, entre gobernantes y gobernados, entre el orden jerárquico y el deber de participar, aportar y recibir de todos los involucrados.
Por ello el Sínodo sobre la sinodalidad es una gran oportunidad para entender mejor lo que es la Iglesia. La adscripción a la Iglesia que se lleva a cabo por el bautismo, hace a sus miembros corresponsables. El bautismo incorpora a la comunidad de los fieles, y hace que el cristiano se injerte el vivir de Cristo para la construcción del Reino de Dios, que es un reino de paz, de solidaridad, de caridad comprometida y efectiva con y para todos.
El pueblo de Dios requiere del sacerdocio ministerial y de la organización jerárquica, pero es fundamentalmente el pueblo compuesto por mujeres y hombres con la consagración más primaria que es la del bautismo.
Un número importante de los laicos ven a la Iglesia sólo como si solo fuera la jerarquía, el clero o las órdenes religiosas. Y es que la institucionalidad, entendida en términos burocráticos y procedimentales, puede caer en la rigidización y ritualización de la vida, al margen de la caridad, del amor mutuo, de la integración y el acompañamiento que todas y todos necesitamos.
Esa yuxtaposición en realidad significa una contraposición. En esta polarización los laicos podrían ver a la Iglesia sólo como un proveedor de servicios para solemnizar determinadas ocasiones, como por ejemplo el nacimiento con el bautismo, el matrimonio con la celebración ritual o los fallecimientos con las exequias.
Volver a dar a los católicos la conciencia de su responsabilidad para conformar y llevar la Iglesia adelante, es la esencia de la sinodalidad. Es volver a lo básico. Es sentir el honor y el peso del amor de Dios, que lleva a vivir de una manera nueva, sabiéndose responsable del todo y nos sólo de la parte.
Los laicos con cierta frecuencia no se conciben como parte de la Iglesia, no se consideran parte del esfuerzo evangelizador y tampoco del apostolado capilar que les corresponde en las actividades familiares, económicas o sociales. Sienten que la Iglesia no depende de ellos y esto es lo que hay que revertir. La Iglesia en el mundo será lo que los laicos sean en sus familias, en sus trabajos, en sus relaciones sociales, económicas y políticas. Se trata de lograr que haya un nuevo protagonismo de todos los miembros de la Iglesia.
La Iglesia la conforma el entero pueblo de Dios. Todas y todos somos parte de la Iglesia, cualquiera que sea nuestra condición social o económica, cultural o étnica. La Iglesia no es un grupo restringido de personas ordenadas sacramentalmente o consagradas -que coyunturalmente- ejercen el poder. La Iglesia como la definió y recordó el Concilio Vaticano II es el entero pueblo de Dios en marcha hacia los cielos nuevos y la tierra nueva.
Obispos, sacerdotes y consagrados tienen un papel y una función esencial en la vida de la Iglesia, y su sentido es lograr el protagonismo de los fieles comunes: se trata de que ellos sean mejores, de que florezcan y den frutos de caridad en los entresijos de la cotidianeidad.
La función del poder en la Iglesia (y en la política y en las organizaciones y comunidades humanas), debería enfocarse en destacar, responsabilizar y generar protagonismo en los participantes todos de la vida social. El poder está al servicio de la multitud, no la multitud al servicio del poder.
Cuando lo importante son sólo los que mandan, las sociedades se desquician porque se descomponen. Ya no son comunidades organizadas, sino individuos sobre los que se ejerce el poder.
En la Iglesia, y también en la sociedad política, de cara al bien común es necesario redescubrir nuestra mutua dependencia, nuestra interdependencia y los vínculos por los cuales unos formamos parte de los otros. Hay que redescubrir el nosotros, por encima del mío, tuyo o suyo. El nosotros nos relaciona, nos aúna, nos hace corresponsables.
La sinodalidad es la posibilidad de encontrar nuevas maneras de escucharnos, de comprendernos, de entendernos y de colaborar. Es caminar juntos, acompañarse, remitirnos unos a otros.
Tanto en la sociedad, como en la Iglesia, la sinodalidad requiere un propósito y un método. La sinodalidad parte de una decisión de buscar el bien propio y el bien de los demás. No puede haber sociedades desarrolladas, sin personas desarrolladas; no puede haber democracia, sin demócratas; no puede haber crecimiento y mejora en las condiciones de vida, sin participación en la acción y en los resultados.
El método de caminar juntos supone al menos tres elementos. Para la sociedad es la rectitud de intención que busca realmente lo mejor para todos, en el caso de la Iglesia es eso mismo, más la necesidad de orar y pedir luces para ser coherentes con el querer de Dios. El siguiente paso lleva a que se puedan exponer todos los planteamientos, propuestas u opiniones sin debate ni discusión, en un clima de escucha, atención y comprensión, que finalmente lleve al discernimiento. El tercer momento supone la interacción para identificar las convergencias, para descubrir las oportunidades de mejora, las cuestiones comunes y, desde luego, los puntos de divergencia que hay que superar integrando.
El gran riesgo de fallar en el camino del acompañamiento mutuo, de la integración, de la sinodalidad es caer en el formalismo -que bajo la capa de respeto-, no se interesa por la posiciones del otro. Es el intelectualismo doctrinario que pasa por encima de las personas y de sus situaciones, en la autosatisfacción o indiferencia que lleva al inmovilismo.
Hay un humus religioso en la sociedad post-cristiana desde el cual puede llegar a florecer una nueva religiosidad más comprometida y autentica.
Hay un anhelo de fraternidad, de solidaridad y deseo de caminar juntos. Pero hay muchos que vuelven infértil ese humus con sus juicios sumarios, con su despotismo doctrinario, con su egoísmo espiritual.
Hoy y ahora necesitamos una nueva forma de integración, más conectividad, más escucha. La sinodalidad -el caminar juntos, el acompañarse- supone que aquí caben todos y no sobra nadie, y por ello todos deberían o deberíamos participar y sabernos responsables unos de otros, porque siempre de lo que se trata es de llegar con todos y a tiempo: juntos.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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