El amor es la clave para la felicidad, porque las personas anhelamos que nos quieran, y para lograrlo es vital comunicarse. Las personas que se saben queridas ganan en autorespeto, seguridad y confianza. Por el contrario, el rechazo del otro lo reduce y en cierta forma lo aniquila. En el Evangelio, Jesucristo afirma que quien llama imbécil a su hermano, atenta contra su vida.
Por eso resulta paradójico que en sociedades, comunidades, organizaciones, empresas, familias o matrimonios más o menos cristianas no se dé toda la importancia que tiene, a un prerrequisito del diálogo: el ambiente o espacio seguro para que la persona se pueda dar a conocer.
El espacio o ambiente seguro para las personas, se ha reducido en las organizaciones, a la política de puertas acristaladas y con alta visibilidad, tal vez como resultado de acosos y abusos en materia de sexualidad.
Pero se ha olvidado que la intimidación indirecta o directa, a través de la agresión violenta verbal o psicológica, lleva a cosificar a las personas, muchas veces con el consentimiento -o gracias a la negligencia-, de los jefes o jefas, de los superiores o directivos
¿Qué hay del espacio seguro para que las personas puedan manifestarse? ¿Qué de la protección que debemos a las personas de nuestro entorno inmediato contra los o las buscapleitos, matones, cizañeros o coléricos? ¿Cómo pueden defenderse los abusados, vilipendiados o violentados de las agresiones de jefes o superiores? ¿Cómo evitar la tolerancia o el solapamiento a los depredadores por parte de quienes tienen autoridad? ¿Cómo auxiliar de manera efectiva a los que están en posición de desventaja o inferioridad, porque no tienen el parapeto de un puesto o un cargo? Esto puede suceder en las familias, pero de manera recurrente ocurre en las comunidades de vida, en las organizaciones e instituciones de tipo económico, político y social.
Lo peor del uso de la intimidación sobre las personas es que las cosifica, instrumentaliza y condena al ostracismo. Es la mayor hipocresía porque bajo las consignas de participación, colegialidad y responsabilidad compartida se ejerce un autoritarismo que discrimina, aísla y condena al anatema a todo aquel que no está en contubernio con el poder. Se trata del anatema en su sentido más original y prístino, pues etimológicamente significa apartar, condenar o maldecir a alguien. Se trata de la amputación de un miembro, de la exclusión de la comunidad de manera incruenta, pero igual de efectiva que la privación de la vida humana.
Con las palabras conocemos y nos damos conocer. La comunicación es dos vías, es mutua, reciproca. Se necesita un entorno de confianza, un ámbito de libertad, un espacio de seguridad en el que nadie se sienta juzgado, catalogado, etiquetado, estereotipado. Si esta condición no se cumple hay apariencia de diálogo, tenemos demagogia o adoctrinamiento. Verdades a las que se rinde culto, en yuxtaposición con la falta de integración, inclusión y de solidaridad.
La necesidad del espacio seguro, del ambiente de confianza, de un lugar de amparo y refugio es la condición para que florezca la personalidad humana. Se trata del humus sin el cual no es posible que crezca la personalidad y fructifique. En ese ambiente es posible hablar de lo justo y de lo injusto, de lo bueno y de lo malo, de lo noble y de lo perverso.
Es un lugar en el que podemos exhibir nuestra vulnerabilidad sin el temor a que se aprovechen de ella, sin el miedo a que nos echen en cara nuestros defectos, a que nos hieran con invectivas. La vulnerabilidad requiere ser comprendida y acogida. Requiere ser subsanada. De alguna manera el amor la colma, pero requiere de un espacio seguro para manifestarla.
Se aprende a respetar las opiniones distintas, a desarrollar la empatía -que a veces damos por supuesta-, a desarrollar el optimismo, la lealtad, la discreción que hacen que las personas puedan confiarse unas a otras. Y tal vez así se restauraría, de manera indirecta, la seguridad del espacio público que ante tantas fakenews o mentiras se ha convertido en un entorno violento e hiriente.
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