Hace unas semanas fui a misa a una parroquia fuera de la Arquidiócesis de México; hacía años que no iba allí, y esperaba que sucediera todo lo normal, menos lo que estaba por acontecer. Al concluir las lecturas, el párroco se levantó para pronunciar la homilía, y preguntó a la asamblea si había niños presentes. Las niñas y niños levantaron las manos, y los llamó. Se pararon de sus lugares y se dirigieron hacia el altar para sentarse alrededor del sacerdote. Luego de que éste les preguntara si habían puesto atención en las lecturas, los niños comenzaron a explicar qué era lo que Dios les había querido decir.

Varios niños dijeron algunas cosas medianamente literales, pero hubo una niña, de entre 5 o 6 años, que llamó mi atención por su imaginación. Dijo que los seres humanos tienen 9 vidas como los gatos, y las usan cuando están en el mundo y las pierden si se caen o les pasan cosas malas. El sacerdote le aclaró que sólo tenemos una vida, y que es todo lo que necesitamos porque después de ésta podemos ir al Cielo con Jesús y con María; dijo que esa era la única vida que necesitamos, la vida eterna, donde todo es bonito.

La capacidad que las niñas y los niños tienen para absorber la palabra de Dios y cómo viven su amor, es una cosa que siempre procede de la inocencia, una inocencia que sólo es capaz de ser instruida y dada de manera gratuita por el Espíritu Santo; una inocencia que es velada por el mismo Dios, que ha permitido que, en medio de las tinieblas, brille la luz (2 Cor. 4, 6-12).

Esa luz de Dios irradia por los corazones puros de niñas y niños, los cuales, debemos custodiar como vasijas de barro, para que, en medio de todo lo terrible que ocurre en el mundo, ellas y ellos lleguen a la vida eterna y que, con sus vidas y las nuestras, se manifieste que Cristo ha resucitado, que les acompaña en medio de cualquier circunstancia difícil e ilumina su camino para que vivan en el mundo con la seguridad de ser amados y cuidados.

Licenciada Zaira Noemí Rosales Ortega

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