La mañana del jueves, 7 de noviembre, en la Sala Clementina, el Papa recibió en Audiencia a los participantes del encuentro por los cincuenta años del Secretariado de la compañía de Jesús por la injusticia social y la ecología, que se llevó a cabo en Roma, en la sede de la Curia generalicia, sobre el tema “Un camino de injusticia y reconciliación: 50 años y más”. Publicamos, a continuación, el discurso que les dirigió el Papa.
Buenos días y bienvenidos.
La Compañía de Jesús, lo sabemos todos, desde el principio fue llamada al servicio de los pobres, una vocación que san Ignacio incorporó a la Fórmula de 1550. Los jesuitas se dedicarían «a la defensa y propagación de la fe y al provecho de las almas en la vida y doctrina cristiana», así como a «reconciliar a los desavenidos, socorrer misericordiosamente y servir a los que se encuentran en las cárceles o en los hospitales, y a ejercitar todas las demás obras de caridad»[1]. Aquello no era una declaración de intenciones, sino un modo de vida que ya habían experimentado, que les llenaba de consolación y al que se sentían enviados por el Señor.
Esa tradición ignaciana originaria ha llegado hasta nuestros días. El P. Arrupe tuvo la intención de fortalecerla. En la base de su vocación se encontraba la experiencia de contacto con el dolor humano. Años más tarde escribiría: «Vi (a Dios) tan cerca de los que sufren, de los que lloran, de los que naufragan en esta vida de desamparo, que se encendió en mí el deseo ardiente de imitarle en esta voluntaria proximidad a los desechos del mundo, que la sociedad desprecia»[2].
Hoy usamos la palabra “a los descartados”, ¿no?, y hablamos de cultura del descarte, esta gran mayoría de gente dejada al camino. Para mí, de este texto lo que me toca profundamente es el origen de donde viene. De la oración, ¿no? Arrupe era un hombre de oración, un hombre que peleaba con Dios todos los días, y de ahí nace esto fuerte. El P. Pedro siempre creyó que el servicio de la fe y la promoción de la justicia no podían separarse: estaban radicalmente unidas. Para él, todos los ministerios de la Compañía tenían que responder, a la vez, al desafío de anunciar la fe y de promover la justicia. Lo que hasta entonces había sido una encomienda para algunos jesuitas, debía convertirse en una preocupación de todos.
Cada año, la liturgia nos invita a contemplar a Dios en el candor de un niño excluido, que venía a los suyos, pero fue rechazado (cf. Jn 1,11). Según san Ignacio, una ancila ―ancila, una persona, una joven que sirve―, asiste a la Sagrada Familia[3]. Junto a ella, Ignacio nos apremia a introducirnos también nosotros, «haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase»[4]. Esto no es poesía ni publicidad, esto Ignacio lo sentía. Y lo vivía.
Esta contemplación activa de Dios, de Dios excluido, nos ayuda a descubrir la belleza de toda persona marginada. Ningún servicio sustituye a «valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 199).
En los pobres, han encontrado ustedes un lugar privilegiado de encuentro con Cristo. Ese es un precioso regalo en la vida del seguidor de Jesús: recibir el don de encontrarse con él entre las víctimas y los empobrecidos.
El encuentro con Cristo entre sus preferidos acrisola nuestra fe. Así sucedió en el caso de la Compañía, cuya experiencia con los últimos ha ahondado y fortalecido la fe. «Nuestra fe se ha hecho más pascual, más compasiva, más tierna, más evangélica en su sencillez»[5], de modo especial, en el servicio de los pobres.
Han vivido ustedes una verdadera transformación personal y corporativa en la contemplación callada del dolor de sus hermanos. Una transformación que es una conversión, un regreso a mirar el rostro del crucificado, que nos invita cada día a permanecer junto a él y a bajarle de la cruz.
No dejen de ofrecer esta familiaridad con los vulnerables. Nuestro mundo roto y dividido necesita construir puentes para que el encuentro humano nos permita a cada uno descubrir en los últimos el bello rostro del hermano, en quien nos reconocemos, y cuya presencia, aun sin palabras, reclama en su necesidad nuestro cuidado y nuestra solidaridad.
Jesús no tenía «dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20), entregado como estaba a «proclamar la buena noticia del Reino y a curar toda clase de enfermedades y dolencias» (Mt 4,23). Hoy su Espíritu, vivo entre nosotros, nos mueve a seguirle en el servicio a los crucificados de nuestro tiempo.
En la actualidad abundan las situaciones de injusticia y de dolor humano que todos bien conocemos. «Quizá se puede hablar de una tercera guerra combatida “por partes”, con crímenes, masacres, destrucciones» (Homilía, Redipuglia, 13 septiembre 2014). Subsiste la trata de personas, abundan las expresiones de xenofobia y la búsqueda egoísta del interés nacional, la desigualdad entre países y en el interior de los mismos crece sin que se encuentre remedio. Con una progresión yo diría geométrica.
De otra parte, «nunca hemos maltratado y lastimado nuestra casa común como en los dos últimos siglos» (Enc. Laudato si’, 53). No sorprende que una vez más «los más graves efectos de todas las agresiones ambientales los sufra la gente más pobre» (ibíd., 48).
Seguir a Jesús en estas circunstancias conlleva un conjunto de tareas. Comienza por el acompañamiento a las víctimas, para contemplar en ellas el rostro de nuestro Señor crucificado. Continúa en la atención a las necesidades humanas que surgen, muchas veces innumerables e inabordables en su conjunto. Hoy también es preciso reflexionar sobre la realidad del mundo, para desenmascarar sus males, para descubrir las mejores respuestas, para generar la creatividad apostólica y la hondura que el P. Nicolás tanto deseaba para la Compañía.
Pero nuestra respuesta no puede detenerse aquí. Necesitamos de una verdadera «revolución cultural» (ibíd., 114), una transformación de nuestra mirada colectiva, de nuestras actitudes, de nuestros modos de percibirnos y de situarnos ante el mundo. Finalmente, los males sociales con frecuencia se enquistan en las estructuras de una sociedad, con un potencial de disolución y de muerte (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 59). De ahí la importancia del trabajo lento de transformación de las estructuras, por medio de la participación en el diálogo público, allí donde se toman las decisiones que afectan a la vida de los últimos (cf. Encuentro con los movimientos populares en Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 9 julio 2015).
Algunos de ustedes y otros muchos jesuitas que los antecedieron pusieron en marcha obras de servicio a los más pobres, obras de de educación, de atención a los refugiados, de defensa de los derechos humanos o de servicios sociales en multitud de campos. Continúen con este empeño creativo, necesitado siempre de renovación en una sociedad de cambios acelerados. Ayuden a la Iglesia en el discernimiento que hoy también tenemos que hacer sobre nuestros apostolados. No dejen de colaborar en red entre ustedes y con otras organizaciones eclesiales y civiles para tener una palabra en defensa de los más desfavorecidos en este mundo cada vez más globalizado. Con esa globalización que es esférica, que anula las identidades culturales, las identidades religiosas, las identidades personales, todo es igual. La verdadera globalización debe ser poliédrica, unirnos, pero cada uno conservando la propia peculiaridad.
En el dolor de nuestros hermanos y de nuestra casa común amenazada es necesario contemplar el misterio del crucificado para ser capaces de dar la vida hasta el final, como hicieran tantos compañeros jesuitas desde el año 1975. Celebramos este año el 30 aniversario del martirio de los jesuitas de la Universidad Centroamericana de El Salvador, que tanto dolor causó al P. Kolvenbach y que lo movió a pedir la ayuda de jesuitas en toda la Compañía. Muchos respondieron generosamente. La vida y la muerte de los mártires son un aliento a nuestro servicio a los últimos.
Y abrir caminos a la esperanza
Nuestro mundo está necesitado de transformaciones que protejan la vida amenazada y defiendan a los más débiles. Buscamos cambios y muchas veces no sabemos cuáles deben ser, o no nos sentimos capaces de abordarlos, nos sobrepasan.
En las fronteras de la exclusión corremos el riesgo de desesperar, si atendemos únicamente la lógica humana. Lo llamativo es que muchas veces las víctimas de este mundo no se dejan llevar por la tentación de claudicar, sino que confían y acunan la esperanza.
Todos nosotros somos testigos de que «los más humildes, los explotados, los pobres y excluidos, pueden y hacen mucho… Cuando los pobres se organizan se convierten en auténticos «poetas sociales: creadores de trabajo, constructores de viviendas, productores de alimentos, sobre todo para los descartados por el mercado mundial» (Encuentro con los movimientos populares en Bolivia, Santa Cruz de la Sierra, 9 julio 2015).
¿El apostolado social está para resolver problemas? Sí, pero sobre todo para promover procesos y alentar esperanzas. Procesos que ayuden a crecer a las personas y a las comunidades, que las lleven a ser conscientes de sus derechos, a desplegar sus capacidades y a crear su propio futuro.
Ustedes trabajen por «la verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, (y que) siempre genera historia» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 181). Compartan su esperanza allá donde se encuentren, para alentar, consolar, confortar y reanimar. Por favor, abran futuro, o para usar la expresión de un literato actual, frecuenten el futuro. Abran futuro, susciten posibilidades, generen alternativas, ayuden a pensar y actuar de un modo diverso. Cuiden su relación diaria con el Cristo resucitado y glorioso, y sean obreros de la caridad y sembradores de esperanza. Caminen cantando y llorando, que las luchas y preocupaciones por la vida de los últimos y por la creación amenazada no les quiten el gozo de la esperanza (cf. Enc. Laudato si’, 244).
Quisiera terminar con una imagen ―los curas en las parroquias repartimos estampitas, para que la gente se lleve una imagen a la casa, una imagen nuestra de familia―. El testamento de Arrupe, allá en Tailandia, en el campo de refugiados, con los descartados, con todo lo que ese hombre tenía de simpatía, de padecer con esa gente, con esos jesuitas que estaban abriendo brecha en aquel momento en todo este apostolado, les pide una cosa: no dejen la oración. Fue su testamento. Dejó Tailandia ese día y en el avión tuvo su ictus. Que esta estampita, que esta imagen, los acompañe siempre. Gracias.
Notas
[1] Fórmula del Instituto (21 julio 1550), aprobada y confirmada por el papa Julio III.
[2] Este Japón increíble. Memorias del P. Arrupe, 4ª ed. Mensajero, Bilbao, 1991, p. 19.
[3] Cf. Ejercicios Espirituales, 111, 114.
[4] Ibíd.
[5] Congregación General 34 de la Compañía de Jesús, 1995, d. 2, n. 1.
El feminismo, una corriente filosófica y social que busca la igualdad de derechos y oportunidades…
“Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de…
El 29 de diciembre iniciaremos el Año Jubilar 2025 en las diócesis del mundo, con…
Lo que empezó en los años 20 del siglo pasado como una causa homicida, al…
‘¡Viva Cristo Rey!’ Hagamos nuestra esta frase, no como grito de guerra, sino como expresión…
El Vaticano publicó la segunda edición del libro litúrgico que contiene las instrucciones relacionadas con…
Esta web usa cookies.