Un aspecto esencial de la vida cristiana es la pertenencia de cada bautizado a la Iglesia, pues Dios ha querido salvar a los hombres formándose un pueblo e integrándolos a ese pueblo, que es la Iglesia.
Ahora bien, la principal tarea que Dios le ha confiado a la Iglesia, y por lo tanto a cada bautizado, es evangelizar. Así lo escribió san Paulo VI:
«La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia […] evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa»[1].
Por eso, la vitalidad de la Iglesia depende de su ímpetu misionero y sólo en la medida en que la Iglesia vive la misión se fortalece y se renueva.
Ahora bien, la misión de la Iglesia consiste en anunciar y comunicar a los hombres el amor y la vida que Dios ha dado al hombre mediante la encarnación y el misterio pascual de su Hijo Jesucristo y el envío del Espíritu Santo.
Así, la misión de la Iglesia continúa y hace presente, el triple ministerio de Jesucristo: profético, sacerdotal y real. En este sentido, la misión de la Iglesia presta un servicio a la verdad (anunciando la revelación en Cristo y la verdad sobre el hombre), a la santidad (introduciendo a los hombres en la vida trinitaria por los sacramentos) y a la caridad (por el servicio y la fraternidad).
Por lo tanto, el compromiso misionero, es decir, el deber de anunciar a la persona de Jesús dando testimonio de palabra y de obra, atañe a todos los cristianos y no deberíamos sustraernos a esa misión, cualquiera que sea nuestra vocación en la Iglesia y en el mundo, pues como escribiera el Papa Benedicto XVI: «Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con Él»[2].
El mundo, la sociedad, las familias, los jóvenes, necesitan de la luz del evangelio. La reciente celebración del Domingo mundial de las misiones es un recuerdo de la vocación misionera de todo bautizado y un estímulo para renovar nuestro compromiso con la misión de la Iglesia desde nuestra propia vocación y realidad personales.
El mundo sigue necesitando de discípulos y misioneros capaces de anunciar con valentía y creatividad el amor de Dios manifestado en Cristo.
No podríamos ni deberíamos permanecer inmóviles o indiferentes ante un mundo y una sociedad cuya necesidad de evangelización nos desafía a cada momento.
El Papa Francisco no ha cesado de recordarnos a todos los miembros de la Iglesia nuestro llamado a la misión. Uno de los grandes objetivos del sínodo sobre la sinodalidad que se está celebrando durante estos días en Roma es, justamente, discernir de qué forma, en la complejidad y multiplicidad de contextos actuales, la Iglesia necesita renovar su impulso misionero y seguir anunciando el evangelio de Jesucristo, como “Iglesia en salida”, en estado permanente de misión, yendo a las “periferias existenciales” donde más se necesita la luz y la belleza del evangelio.
Recordemos las palabras del Papa Benedicto XVI al inaugurar la V Conferencia general del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Aparecida, Brasil: “[…] Solo quien reconoce a Dios conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano […] Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad”.
[1] PAULO VI, Evangeli nuntiandi, n. 14.
[2] BENEDICTO XVI, Exhortación apostólica post-sinodal Sacramentum caritatis, no. 84.
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