“Hermanos: Vivan siempre alegres. Sean constantes en la oración. Den gracias en toda ocasión, pues esto es lo que Dios quiere de ustedes en Cristo Jesús” (1 Tes 5,16-18).
Nos encontramos ya en la segunda parte del tiempo de adviento y en el umbral de la celebración de la Natividad de nuestro Salvador.
Este período del año tradicionalmente es ocasión de grandes festejos y expresiones de alegría en el mundo entero. Obviamente, México no es la excepción, pues en nuestra Patria, la celebración y la fiesta revisten hondos significados antropológicos, sociales y espirituales, profundamente arraigados en nuestra conciencia nacional.
Las celebraciones de Adviento, Navidad y fin de año, suelen ser motivo de grandes reuniones familiares y sociales, de diversas y entrañables tradiciones, de adornos multicolores, cantos y, por supuesto, de la confección y degustación de una variada gastronomía y repostería propias de cada fiesta. A esto añadimos los regalos y parabienes que solemos intercambiar y, por los cuales, con tanta frecuencia nos afanamos y extenuamos.
Quizás en medio de la vorágine que ordinariamente acompaña las fiestas navideñas, a veces nos hemos olvidado de su sentido más profundo.
Por ello, conviene recordar una vez más, que la razón y el motivo de “tanta fiesta” es el amor infinito de Dios manifestado en su Hijo único, que se encarnó en el vientre de la Virgen María y, haciéndose ser humano como nosotros, compartiendo en todo nuestra condición humana, menos en el pecado, después de mostrarnos el verdadero rostro del Padre celestial y regalarnos la luz del evangelio, padeció, murió en la cruz y resucitó por nosotros para librarnos del pecado, del vacío, del sinsentido y de la muerte eterna, abriéndonos el acceso a la comunión de conocimiento y amor con Dios y a la participación en su propia vida.
Luego entonces, la causa de nuestra alegría no son las cosas pasajeras: la comida, la música y villancicos, los regalos, las fiestas, las luces, los adornos, etc. sino Dios mismo. De hecho, los bellísimos adornos navideños y las luces que año con año alegran nuestros sentidos, deberían ser una expresión exterior del gozo inmenso e inenarrable que nos causa ser inmensa e incondicional amados por Dios en su hijo Jesucristo. Así se lo anunció el ángel a los pastores de Belén:
“Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido, en la ciudad de David, un Salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc 2,10-11).
Pero la alegría navideña no sería auténtica ni estaría completa sin nuestra cercanía y ayuda, de acuerdo a nuestras posibilidades, hacia aquellos con quienes Jesús, haciéndose hombre, se identificó en el misterio de su nacimiento: los enfermos, los pobres de todo tipo, los migrantes, los marginados, los excluidos, los presos, las personas que se debaten entre la vida y la muerte sin posibilidades de atención médica, los que mueren de desnutrición, los que en estos días de otoño e invierno fallecen a causa del frío sin posibilidades, ni siquiera remotas de resguardarse bajo un techo, los desempleados, los padres y madres de familia que ven morir a sus hijos por falta de recursos, la niñez explotada laboral o sexualmente, los tóxico-dependientes y alcohólicos, los que viven sumergidos en la depresión o en la desesperanza, las y los jóvenes solos o abandonados, etc.
En esta Navidad y siempre, es preciso vivir la caridad, el compromiso concreto y la solidaridad con todos estos hermanos, tal como nos lo ha enseñado Jesús. ¡Esa es una de las mejores maneras de celebrar la Navidad!
¡Alegrémonos!, pero alegrémonos en el Señor valorando lo esencial de la vida y adhiriéndonos al manantial y cumbre de nuestra alegría: el amor de Dios por nosotros y nuestro amor al prójimo.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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